Saturday, January 4, 2014

Sobre Los Jesuítas



por Fernando Garrido Tortosa
1881

del Sitio Web Filosofia

selección por Editorial-Streicher

17 Marzo 2013

del Sitio Web Editorial-Streicher

Versión completa


A propósito de jesuitas y ascensos al poder, nos han indicado la existencia de un autor y una obra que al conocerla la hemos juzgado conveniente para ser difundida, que es un estudio histórico y un ejemplo de un malestar antiguo.

Fernando Garrido Tortosa (1821-1883), español propagador de las ideas socialistas del siglo XIX, prolífico escritor por ende, escribió en 1881 un libro titulado "¡Pobres Jesuitas!", que está digitalmente completo en el sitio www.filosofia.org.

Hemos decidido presentar para el lector que carezca de toda noticia de dicha obra, su Introducción y los capítulos 2, 6y 21, que son muy ilustrativos de lo jesuítico en general.

Hay, sin embargo, algunas afirmaciones que debe tenerse en cuenta que son de hace 130 años y que hoy no son tan ciertas.

El resto creemos que sí lo son.

Editorial-Streicher





¡Pobres Jesuitas!
(Selección)

Origen, doctrinas, máximas, privilegios y vicisitudes
de la Compañía de Jesús desde su fundación hasta nuestros días,
seguida de la Monita Secreta, o Instrucciones ocultas de los jesuitas,
por primera vez publicadas en castellano.






INTRODUCCIÓN

"No calumniemos a los jesuitas"
Voltaire


La lucha secular sostenida contra el progreso y la ciencia por la Iglesia romana, y la influencia que la Compañía de Jesús ejerció y ejerce sobre el clero católico y en la política de la corte Pontificia, dan a su historia un extraordinario interés.

La historia de esa Compañía está tan íntimamente ligada a la del mundo civilizado desde hace trescientos cuarenta años, que de todos los hechos resulta, a pesar de su título, por cierto pretencioso, de Compañeros de Jesús, que los jesuitas se ocuparon siempre más de las cosas de este mundo que de las del otro, que es para ellos, cuando más, una pantalla o un reclamo para seducir incautos.

Verdad es que esto nada tiene de extraño, pues en definitiva, a toda corporación teocrática el otro mundo sirvió de pretexto, de reclamo, para apropiarse los bienes de éste e imperar en él, temporal y espiritualmente.

Pero esta famosa Compañía, Sociedad, Orden o Instituto, que con todos estos nombres se la conoce, ofrece el fenómeno sorprendente y único de haberse fundado, progresado y desenvuelto en el mundo a pesar de las persecuciones más violentas, destierros, procesos, asesinatos, suplicios, proscripciones en masa y anatemas de los mismos Papas que en el último siglo concluyeron por suprimirla.

Estas persecuciones tuvieron lugar en los países bárbaros como en los civilizados, en las monarquías como en las repúblicas, por los reyes más católicos como por los más heréticos, pudiendo decirse que la Compañía de Jesús ha crecido a fuerza de maldiciones, sobrenadando en medio de las más terribles tempestades contra ella desencadenadas, o reapareciendo tras cada naufragio, más vigorosa y emprendedora, al mismo tiempo que más cauta e hipócrita.

A la hora en que escribimos, algunos miles de jesuitas, vestidos de negro, con apariencias inofensivas, y hasta humildes, de aspecto reservado, cauteloso siempre, con frecuencia entrometidos, insinuantes, en las cinco partes del mundo, procuran por todos los medios imaginables el restablecimiento del poder temporal y espiritual de los Pontífices romanos, al mismo tiempo que la posesión de la mayor suma de riquezas y bienes mundanos, y por medio de unos y otros el dominio universal.



Y, cosa en verdad sorprendente, estas negras legiones, aparentemente desarmadas, desafían y tienen en jaque a los gobiernos más poderosos que les son abiertamente hostiles, se imponen y dominan como señores a pueblos que los aborrecen, y no ocultan sus propósitos y esperanza de destruir la civilización moderna, sometiendo la Sociedad al Syllabus, que es su obra, su programa y su bandera.

¿Qué institución, de entre las muchas abortadas por las entrañas de la Iglesia romana, ha hecho hablar más de ella que la Compañía de Jesús, en los tres siglos y medio que cuenta de existencia? Ninguna.



Desde su origen se vio perseguida por grandes y pequeños; pero hasta de las persecuciones supo sacar partido para engrandecerse, representando el papel de mártir y de víctima, cual actor consumado.

Precisamente en las naciones de donde fue una y muchas veces expulsada, por considerarla los poderes públicos incompatible con su independencia, la Compañía de Jesús ha mostrado empeño más tenaz en volver a introducirse para restablecer su influencia, aunque haya tenido que ocultarse bajo todo género de disfraces y que recurrir a los medios más falsos, ilegales, criminales y tenebrosos.

Los jesuitas fueron mal recibidos en todos los países, sin excluir los más católicos.



Fueron de todos expulsados, incluso de la misma Roma de los Papas; pero a todos volvieron, entrando por el tejado si hallaron cerrada la puerta, realizando la fábula de los espíritus invisibles, pues para estos negros vampiros no hay puerta cerrada.

Ellos mismos han dicho en ocasiones solemnes:


"Entramos como corderos; nos echan como a lobos; pero volvemos como leones".

Son como las arañas, que se está seguro de ver reaparecer, recomenzando su tela, en toda casa que no se barre bien todos los días y no se deshollina al menos todos los sábados.

Jesuitas y jesuitismo han llegado a ser, en los idiomas de todos los países, sinónimos de hipocresía, falsedad, disimulo y ambición, que procura satisfacerse por medios bajos, rastreros, solapados, y hasta criminales.

En todas partes se considera insultado el hombre a quien dicen:


"¡Es usted un jesuita!"

El misterio en que siempre se envolvió la Compañía de Jesús para realizar sus designios, no ha contribuido poco al acrecentamiento de su influencia, porque todo lo misterioso ejerce sobre las imaginaciones exaltadas acción poderosa.



En cambio, por la misma razón, siempre han sido sospechosos y mirados con desconfianza por las gentes sensatas y de sano criterio, que no pueden comprender que las ideas justas y los propósitos honrados se oculten en las sombras y busquen medios que no pueden mostrarse a la luz del día para llegar a la realización de sus fines, sobre todo cuando nada se opone a su manifestación.



Por esto la Compañía de Jesús no ha sido ni es popular en ningún país. Aparte de su propósitos, sus medios repugnan a la conciencia pública.

Los libros y escritos de todos los géneros, clases y formas, publicados en todas las lenguas, en contra de los jesuitas, son innumerables; las defensas y apologías de su Institución, publicadas por los jesuitas de capa larga o corta, no lo son menos; y, sin embargo, aún se está lejos se haber dicho sobre la Compañía la última palabra.

La bibliografía anti-jesuítica no está, a pesar de todo, bastante generalizada para que la generación contemporánea pueda darse cuenta de todo el mal que esta Compañía hizo, hace y hará, por desgracia, todavía, a la causa del progreso y de la humana moral.

Leyendo la historia y las obras más importantes escritas tanto en pro como en contra de los jesuitas, nos ha sorprendido el hecho, verdaderamente extraño, que les es especialísimo, de la universalidad de las persecuciones que han sufrido, y de su inutilidad para librar de ellos a las naciones.



Podría decirse que es una secta indestructible, a pesar de que no puede oponer a los poderes constituidos la más pequeña resistencia material. Si, como ahora en Francia, la echan por la puerta, tenemos la seguridad de que entrará por la ventana.



¿Cuántas veces la arrojaron por ésta y volvió a entrar por la puerta?



De casi todas las naciones civilizadas o bárbaras está hoy legalmente expulsada la Compañía de Jesús, y a pesar de las leyes y de la opinión pública, existe en todas ellas; y puesto que los medios empleados contra ella no dieron los resultados que sus autores se proponían, parécenos objeto digno de llamar la atención de los hombres pensadores la investigación de las causas de esta impotencia de los poderes públicos y de las leyes, para librar las naciones de esta secta, por ellos calificada de plaga social, y por la pública opinión de cáncer poco menos que incurable.

La Compañía de Jesús nació en la época del Renacimiento, en la que la Iglesia romana se veía atacada por toda suerte de enemigos, protestantes, musulmanes y filósofos, y cuando, como nunca, el virus de la corrupción corría sus entrañas.

En medio de aquella terrible tempestad de guerras religiosas, provocada por la política mundana y personalísima de los Papas, un vasco español, hombre oscuro y desprovisto de instrucción, concibió la idea de crear una nueva y católica corporación, destinada a sostener la supremacía del Papado contra sus enemigos y a extender sus dominios por medios diferentes de los empleados hasta entonces por el clero secular, por las órdenes monásticas y por la Inquisición.



Y preciso es convenir en que, no por más modestos y menos brillantes, estos medios jesuíticos han dejado de producir su efecto, siquiera no impidieran la progresiva decadencia de la autoridad pontificia, ni que media Europa abandonara el catolicismo.

Para conservar, como para extender su dominio, los Papas, cual Mahoma, habían empleado, según las circunstancias, la atracción y el terror, la predicación humilde y la fuerza brutal.



La Compañía de Jesús, sin renunciar a estos medios, comunes a todas las organizaciones teocráticas, los subordinó a los que le eran peculiares:


la astucia, la falsedad, la superchería, el desprecio más profundo de la conciencia y de la moral, y por lo tanto el crimen, proclamando altamente que:


"el fin justifica los medios, y que los inferiores deben obedecer ciegamente las órdenes de sus jefes, creyéndolas buenas, aunque todo mundo las tenga por detestables".

La Inquisición desapareció del mundo llamado cristiano; las órdenes monásticas, que fueron durante siglos la inmensa democracia militante del Papado, desaparecieron por completo de muchas naciones, sin excluir las católicas, y sólo quedan en otras cual tristes restos de épocas pasadas, de ignorancia y fanatismo, incompatibles con el estado social contemporáneo.



Pero la Compañía de Jesús ha sobrevivido y aumenta en lugar de disminuir, hasta el punto de haber llegado a ser el elemento preponderante, el alma, por decirlo así, del catolicismo moderno.

Esta Compañía, creada para ser milicia de los Papas, ha concluido por infiltrarse de tal modo en la organización eclesiástica, que al fin le ha influido su espíritu, absorbiendo el catolicismo romano y devolviéndole la unidad de objeto y de acción, que el galicanismo en Francia y el regalismo en España, en Portugal y en otras naciones, le habían hecho perder en los últimos siglos.

Los mismos Papas se han visto convertidos en instrumentos de los jesuitas; pero, bajo su influencia, el Pontificado ha perdido su carácter y esplendor de otros tiempos, hasta reducirse a jefatura de una secta, por muchos considerada empresa industrial, explotadora de la necedad de unos y de la bellaquería de otros, que no responde ni a las necesidades ni a los sentimientos y grandes aspiraciones de la Humanidad en nuestros días.

La astucia, la doblez, con sus medios innobles y mezquinos, pueden a veces producir éxitos momentáneos, más o menos inesperados, pero no pueden nunca producirlos sólidos y permanentes, porque son impropios para apoderarse del sentimiento público.

La intriga fue siempre medio de acción de minorías impotentes, instrumento de oligarquías y de intereses antisociales; mas por la misma causa repugna a los pueblos, para los cuales la verdad y la justicia, o lo que por tales han tomado de buena fe, deben mostrarse altamente, a la luz del día, para ser por todos aceptadas y aclamadas.



Esto es precisamente, aparte de otras causas que le son ingénitas, el lado flaco, por no decir repugnante, del catolicismo romano, desde que cayó bajo el poder de los hijos de Ignacio de Loyola.

A pesar de que la Compañía de Jesús produjera hombres notables, historiadores, legisladores, oradores, apóstoles, capitanes y estadistas, y de haberse consagrado a la instrucción de la juventud, en parte alguna de las en que estableció sus reales, pudo destruir la repulsión instintiva que inspira a los pueblos todo lo que lleva el sello del jesuitismo.



Las cualidades personales de sus miembros más distinguidos no bastaron a salvar la institución jesuítica de esta antipatía que ha inspirado siempre.

Los mismos jesuitas lo han reconocido así, y han escrito muchos libros para hacer la defensa y la apología de su Compañía.



El jesuita Bartolí, por ejemplo, escribió lo siguiente:


"No sólo entre los herejes, también entre los católicos hay quien con sus palabras y escritos se empeña en hacer caer sobre la Compañía el odio y el desprecio del mundo, presentándola perturbadora, peligrosa, dominadora y degenerada..."

Hombre del siglo XIX, amante de la Humanidad y de sus derechos, es evidente que yo no puedo menos de desear la más completa disolución de este Instituto, tristemente célebre, por ver en él un enemigo irreconciliable, una negación viva y activa del humano progreso.



Pero adversario leal, al escribir estos apuntes sobre la Compañía de Jesús, cúmpleme manifestar que, lejos de odiar a sus miembros, los compadezco, por haber abdicado su personalidad, sometiéndose como dóciles instrumentos a un jefe supremo, al General de la Orden, en el que ven nada menos que un representante de Dios: mi antipatía es para la Institución, no para sus miembros.



Por eso repetiré con Voltaire:


"¡No calumniemos a los jesuitas!"

Por eso añado: ¡Pobres jesuitas!.






Capítulo II



Sumario: Despotismo del general de la Compañía. Sus atribuciones absolutas. El disimulo y la falsedad erigidos en regla de conducta, en deberes ineludibles para sus miembros por la Compañía de Jesús. Defensa de tal inmoral procedimiento por sus mismos escritores.


I
Dirijamos ahora una mirada a las instituciones de la Compañía, porque su conocimiento es necesario para comprender, así su fuerza resistente como las persecuciones que ha sufrido, y la general animadversión que sobre ella pesa.

No es tan fácil como pudiera creerse el conocimiento y definición de las constituciones de la Compañía. Su gobierno es monárquico independiente, puesto que depende de la voluntad de su General, a pesar de estar subordinado a los Pontífices romanos.

Pretendió, sin embargo, San Ignacio que su Sociedad o Compañía fuese una monarquía mixta, puesto que reservó a la congregación o junta general de los hermanos profesos la elección del General, repartiendo además entre éste y la junta general el poder legislativo, y reservando también a ésta el derecho de deponer en ciertos casos al General; pero ¿de qué servía este derecho a la congregación?

Como en las monarquías mixtas o constitucionales, esta participación del pueblo en el poder es ilusoria, porque el General es quien únicamente tiene facultades para reunir a sus mal llamados socios o profesos, que tienen derecho a tomar parte en la junta; y como son hechuras suyas y de él lo esperan todo, porque el General, como los reyes en las monarquías, concede los empleos y distribuye las funciones, está seguro de que harán cuanto a él se le antoje.

La soberanía de la Sociedad, es por tanto, una ilusión; y Lainez, que sucedió a Ignacio en el generalato, propuso e hizo aceptar, en la primera junta o congregación por él convocada, que sólo el General tenía derecho para establecer reglas nuevas.

El General asume, por lo tanto, los poderes ejecutivos y legislativo, ni más ni menos que un rey absoluto.

Veamos ahora cuáles son sus prerrogativas.





II
Él administra la Sociedad y ejerce jurisdicción sobre todos sus miembros.



De él emana toda la autoridad de los provinciales y demás superiores, reservándose la facultad de distribuir a cada uno o de retirarle el poder que le concedió, cuando le parece necesario. Debe velar por la observancia de las instituciones, pero puede dispensarse de ello.

Ningún misionero puede, sin permiso del General, aceptar dignidades fuera de la Sociedad, y cuando las acepte, autorizado por él, aunque sea un puesto de los primeros de la Iglesia o del Estado,siempre está sometido a las reglas de la Compañía, debiendo oír los consejos de su General en el desempeño de su cargo, sea éste civil o eclesiástico.

El General está vinculado para hacer reglas, dar ordenanzas y declaraciones sobre la Constitución de la Compañía.



Las bulas de 1540, 1543 y 1571 lo autorizan para hacer todas las Constituciones particulares que crea necesaria al bien de la Sociedad, con facultad de cambiarlas, modificarlas o abolirlas, y de reemplazarlas por otras cuando lo crea conveniente.

Sobre cuanto se refiere a la Compañía el General puede mandar a todos los miembros de ella, aunque haya transmitido parte de sus poderes a algunos de sus inferiores, anular lo que éstos hagan, o modificarlo como mejor le parezca, sin que por esta contradicción exima a sus subordinados de la obediencia pasiva que le deben, como a representante de Jesucristo.



Sólo él tiene plenos poderes para hacer toda clase de contratos.

Sin duda, para engañar incautos, hay en las constituciones una disposición que autoriza a la congregación a deponer al General en caso de malversación de caudales, y otras en la que se establece que los asuntos graves debe tratarlos delante de sus asistentes.



Pero todo esto es completamente nulo, porque él solo determina lo que son asuntos graves, porque sus asistentes no tiene ni voz ni voto, y porque él puede expulsar de la Sociedad a quien le parezca, y admitir y conceder grados y oficios sin dar a nadie cuenta de ello, debiendo obedecerle todos los individuos que forman parte de la Compañía bajo pena de pecado mortal.



Las tales cortapisas son ridículas, irrisorias.

¿Quién ha de atreverse con una autoridad que puede establecer misiones en todas las partes del mundo, cambiar los misioneros y revocar las misiones ordenadas, mandando a los miembros de la Compañía a donde quiera, incluso a países de infieles y de bárbaros?

Él solo tiene facultad para conmutar los legados que se hagan a la Sociedad, revisar y corregir los libros de ésta, distribuir, por sí o por delegados, las gracias concedidas por los Papas a la Sociedad, conceder indulgencias a las congregaciones y a los seminaristas agregados a la de Roma, y en todo sitio y lugar a las congregaciones de hombres y mujeres dirigidas por jesuitas.



En virtud de la suprema autoridad que ejerce sobre la Orden, puede hacer partícipes de las buenas obras, plegarias y sufragios, a los protectores, bienhechores y adeptos de la Compañía.

El General debe conocer a fondo la conciencia de todos sus subordinados, especialmente la de los superiores.

Todo lo que él ha concedido y dispuesto, debe cumplirse, mientras no lo revoque su sucesor.

Los provinciales tienen obligación de darle cuenta todos los meses del estado de sus provincias, y al mismo tiempo deben hacerlo los consultores, especie de contralores, que se entienden directamente con el General.



Los superiores tienen que mandarle todos los años listas, conteniendo, una, los nombres de todos los hermanos de sus respectivos colegios, especificando su edad, patria, tiempo que están en la Sociedad, estudios que han hecho y ejercicios que practicaron, sus grados en ciencias, &c.; y otra lista especificando las cualidades y talento de cada hermano, su genio, juicio y prudencia, su experiencia en los negocios, su temperamento, y la opinión de su director respecto al empleo para que le crea más apto.

¿Qué puede ser la Compañía de Jesús, sometida a un General, armado de tales y tan extraordinarios atributos, preeminencias y privilegios, más que dócil instrumento pasivo de éste?





III
Como si no fueran suficientes tantos poderes y atribuciones reunidos en un solo hombre, cuando tienen los jesuitas que escribirse cosas que exigen secreto, deben hacerlo de manera que sólo lo entienda la persona a quien va dirigida la carta, a cuyo efecto el General da las claves.

Estaban obligados los jesuitas, por las bulas de Pablo III de 1540 y 1543, a ejecutar cuanto los Papas les ordenasen referente a la salvación de las almas y a la propagación de la fe, aunque fuera en tierra de turcos y gentiles.



Pero la autoridad del Papa sobre esto se ha restringido posteriormente a las misiones en países extranjeros, reservándose al General la facultad de llamar a sí a los jesuitas que el Papa mande a las misiones, sin haber fijado el tiempo que deben durar.

No pueden los jesuitas apelar al Papa de las órdenes de su General, a menos que el Papa no les conceda especial permiso; mas para desligarlos de sus votos basta la autoridad del General, y en lo que respecto a ellos pueden hacer lo mismo el Sumo Pontífice y el General, les está encomendado que se dirijan al segundo y no al primero.

El General de los jesuitas es, como vemos, un verdadero soberano absoluto, cuyos Estados están incrustados en todos los reyes, y su poder es tanto más grande cuanto que no representa fuerza aparente, pues como vamos a ver, les mandan sus reglas conformarse en lo posible, hasta en el traje, con los usos y costumbres de cada país, a fin de no chocar con ellos y evitar persecuciones.

Hallamos a este propósito, las siguientes gráficas frases en la historia de la Compañía, escrita por jesuita Bartolí, antes citado:


"No tiene la Compañía ningún vestido particular, y donde hay razón para ello, o la costumbre del lugar lo reclama, podemos cambiar el que usemos".

"Habiendo excitado los nuevos herejes, en el norte de Europa, antipatías hacia el hábito religioso, se consideró prudente que los miembros de la Compañía usaran trajes que no les impidieran vivir familiarmente con los que debían convertir.



Por esta misma razón nuestros misioneros en la China y en la India se visten de mandarines y de brahmanes, que son los más respetables en aquellos países; y en las naciones heréticas los transformamos en mercaderes, médicos y artistas, y hasta en criados, para poder desempeñar nuestras misiones sin despertar sospechas".

En confirmación de lo que dice Bartolí sobre las mudanzas de traje y disfraces de los jesuitas, podríamos añadir que en estos tiempos no han abandonado su táctica, pues así se les ha reconocido disfrazados de milicianos nacionales como de voluntarios realistas, bajo la blusa de los internacionalistas, como cubiertos con la boina de los facciosos.

Esta sujeción de los medios al fin, ha podido ser útil a los intereses de la Compañía, pero en cambio le ha impedido adquirir respetabilidad, influyendo no poco en la desconfianza que por doquiera ha inspirado, y en las persecuciones que ha sufrido.

Sólo la carencia de sentido moral, el desprecio de sí propio y de los otros hombres, al mismo tiempo que el imperio en las almas del más ciego fanatismo, pueden explicar el que los jesuitas hayan practicado como sistema el engaño de los disfraces, y que en sus obras hagan alarde de ello como de la cosa más natural.

Imaginémonos, en efecto, un sacerdote, un apóstol de la religión cristiana, vestido de mandarín chino, para predicar el Evangelio que condena el engaño, y se comprenderá que los disfraces que emplean los jesuitas deben ser causa de la repulsión y de las persecuciones de que tantas veces fueron víctimas.

Para comprender todo lo odioso de estas reglas de conducta de los jesuitas, y su carencia de derecho para quejarse de las persecuciones que a ellas han debido, bástanos ver lo que les sucedería, y el juicio que formaríamos de sacerdotes indios o chinos que vinieran a nuestros países cristianos a inducir a los creyentes en el abandono de la religión de sus padres; y que para asegurarse la impunidad, dejando sus hábitos sacerdotales, se vistieran las togas de nuestros magistrados y los uniformes de nuestros generales.



¿No es cierto que a los misioneros gentiles hubiera sucedido en tierra de cristianos lo que en sus orientales regiones sucedía a los misioneros jesuitas, disfrazados de mandarines?



La fanática plebe los habría apedreado; y si las autoridades lograban sacarlos vivos del tumulto popular, dando con ellos en la cárcel, los procesaran por usar uniformes y trajes a que no tenían derecho, aplicándoles todo el rigor de las leyes, por ver en ellos enemigos declarados de la religión de Estado, y acaso de la independencia nacional.

Agréguese a lo dicho que, casi siempre, a las misiones jesuíticas acompañó o siguió de cerca la guerra de conquista, y se comprenderá que las persecuciones contra estos sectarios eran consecuencia de su conducta, conducta que ha perjudicado mucho más que servido a la religión católica, en cuyo beneficio se empleaba [...]




VI
Establecen las constituciones cuatro clases de miembros.



Los profesos, que hacen unas veces tres, otras cuatro votos; los coadjutores, los estudiantes, y los novicios. Pero hay otra quinta clase, según vemos en el capítulo primero del Examen, compuesta de las personas admitidas a la solemne profesión de los votos de castidad, de pobreza y de obediencia, según la Bula del Papa Julio III. Los miembros de esta quinta clase no son profesos, coadjutores, estudiantes ni novicios.

Hay también, según dicha Bula, personas que viven sometidas al General, gozando exenciones, poderes y facultades, que parecen sustraerlas a su autoridad, y sobre las cuales declara Pablo III que el General conservará plena jurisdicción.

¿Quiénes son esas personas? ¿Son esos jesuitas desconocidos, que no llevan sotana; jesuitas de capa corta, como el vulgo los llama? ¿Son afiliados y afiliadas, que forman en torno de la Compañía una especie de círculo invisible, oídos y brazos ocultos, que oyen y obran por su cuenta, facilitando su obra de dominación por medios secretos, que sólo por los efectos se conocen?

Si pudiera darse respuesta afirmativa a esas preguntas, desaparecería el misterio.



No obstante, la historia de los jesuitas y sus instituciones nos muestra que la existencia de la quinta categoría responde a la índole de la institución, y es necesaria a su acción y desenvolvimiento, como término medio entre la Compañía y la Sociedad, en cuyo seno debe realizar sus fines.





Capítulo VI



Sumario: Despotismo de los Generales de la Compañía. Esclavitud de los miembros. Obligación que tienen de delatarse unos a otros. Ejercicios llamados espirituales.



I
La vida íntima del jesuita puede resumirse en estas palabras: Callar y obedecer.

La esclavitud es un estado normal. El jesuita es tanto más esclavo individualmente cuanto más libre es la corporación a que pertenece.

Sin embargo, Gregorio XIV decía en su Bula de 1591, al conceder al General de los jesuitas prerrogativas exorbitantes, que:


"Entre otros bienes y ventajas que resultarían a la Compañía, organizada como un gobierno monárquico, sería una unidad perfecta, por los sentimientos; y que sus miembros, dispersos en todas las partes del mundo, ligados a sus jefes por la obediencia pasiva, serían más pronta y eficazmente conducidos y obligados por el soberano Vicario de Jesucristo en la Tierra, a las diferentes funciones que les asigne, según el voto especial que hayan hecho".

Esto decía Gregorio XIV; mas la verdad es que la autoridad del General no es monárquica sino despótica, dictatorial y tiránica, puesto que no tiene límites ni cortapisas.

El despotismo y la esclavitud son términos correlativos, que se explican el uno por el otro; cuando se sabe lo que es un esclavo, se sabe lo que es un amo.



Bajo el punto de la vista material, carecer de propiedad y de libertad individual, es ser esclavo.


Bajo el punto de la vista moral e intelectual, es esclavo el que se encuentra privado de la libertad de sus juicios y de la su voluntad.

El despotismo material degrada al hombre; el moral e intelectual lo rebaja a la condición de bestia, desde la más elevada cualidad humana, que radica esencialmente en la conciencia.

La primera clase de esclavitud, obra de la fuerza bruta, procede del poder civil; la segunda, del fanatismo y de las instituciones religiosas. Aquella la aborta el estado seglar; ésta, el eclesiástico; ambos despotismos repugnan a la Naturaleza y a la humana razón.

Ambas tiranías se combinan perfectamente, como en ninguna otra institución de las innumerables fundadas por la Iglesia romana, en la Compañía de Jesús, para lo cual han necesitado poco menos que deificar al General de la Orden.



Las constituciones de la Compañía colocan al General en el lugar de Jesucristo; hacen de él un Dios.

En ellas se encuentran centenares de frases semejantes a éstas:


"Es preciso ver siempre y en todas partes a Jesucristo en la persona del General...

"Al General se le debe obedecer como a Dios mismo...

"La obediencia al General debe ser perfecta en la ejecución, en la voluntad y en el entendimiento, persuadiéndose de que todo lo que manda es precepto y voluntad de Dios. Sea quien quiera el superior, siempre debe verse en él a Jesucristo".

¿Cabe mayor impiedad, en gentes que pretenden ser tan piadosas, como el ver en un hombre imperfecto, sujeto a error, a mala fe y a peor voluntad, al mismo Dios?

San Ignacio pone algunas restricciones insignificantes a la obediencia ciega, repitiendo, por ejemplo, con San Bernardo, que el hombre no debe hacer nada contrario a Dios, y otras que parecerían eficaces tratándose de hombres libres, pero ilusorias para personas sometidas a los ejercicios, noviciado, reglas, votos y disciplina de los jesuitas.



Tanto más cuanto que la obediencia que sus instituciones les imponen no es a una ley o estatutos sino a la voluntad del General, en lo cual la disciplina de la Compañía de Jesús se parece a la de los soldados, cuyo primer deber consiste en obedecer ciegamente a sus jefes, sin parar mientes en la moralidad o inmoralidad de las órdenes en que deben de ejecutar; puesto que responsable es el que las da y no el que las ejecuta; pero con la desventaja de que el jefe militar sólo exige del soldado que cumpla su orden, en tanto que el jesuita, además de cumplirla, esta obligado a creerla justa.





II
He aquí que a este propósito se lee en la Historia de las Persecuciones Políticas y Religiosas (del mismo autor, 1864, Barcelona):


"Las constituciones de casi todas las órdenes religiosas contienen duras máximas respecto a la obediencia.

"Dícese en la regla de San Benito que debe obedecerse hasta en las cosas imposibles...

"En la regla de los Cartujos se dice que debe inmolarse la voluntad como se sacrifica un cordero.

"Las constituciones monásticas de San Basilio deciden que los religiosos deben ser en manos del superior lo que la leña en las del leñador.

"En la regla de los Carmelitas descalzos se establece que deben ejecutar las órdenes del superior como si no ejecutarlas o hacerlo con repugnancia fuese pecado mortal; y en la de San Bernardo se asegura que la obediencia es una ceguera feliz que ilumina el alma en la vía de la salvación.

"Dice San Juan Clímaco que la obediencia es una tumba de la voluntad y que no debe resistírsela.

"San Buenaventura dice que el hombre verdaderamente obediente es como un cadáver, que se deja remover y transportar sin resistencia..."

Estas máximas, esparcidas en las reglas e instituciones monásticas, las han acumulado los jesuitas en las suyas, convirtiéndolas, de máximas, en reglas obligatorias, en votos eternos.

¿Puede calcularse adónde puede llegar un hombre que, como el General de los jesuitas, no sólo puede mandarlo todo a los miembros de su Compañía, sino que, a consecuencia de ser su cargo vitalicio, y de la organización de la Compañía, ha podido penetrar en las conciencias de sus subordinados y conocer sus más recónditos pensamientos?

Por esto, sin duda, algunos Papas han querido convertir el generalato de los jesuitas en trienal, en lugar de perpetuo, como ha sido siempre; pero no lo han conseguido nunca.

En todas las otras órdenes monásticas hay asambleas y capítulos, que se reúnen regularmente y que hasta cierto punto sirven de barrera a los abusos de los Generales; nada de esto existe en la Compañía de Jesús, cuyos miembros sólo se congregan al morir su General para nombrar el sucesor.




III
De la misma manera que el General se reserva el derecho de no cumplir los contratos cuando los considera perjudiciales para la Compañía, se reserva también el derecho de expulsar a sus miembros, a pesar de que éstos no pueden retirarse por su propia voluntad, so pena de ser excomulgados y tratados como apóstatas.

Sólo hasta que hacen su primer voto pueden retirarse los novicios; pero aunque los hayan hecho todos, y a cualquier dignidad que se elevaran, el General puede expulsarlos sin decirles por qué ni consultar a nadie, y sin obligación de darles nada, aunque hubiesen llevado grandes caudales al entrar en la Compañía.

Esta esclavitud es, pues, más dura que cualquiera otra, pues el amo está siempre obligado a mantener al esclavo, y la facultad del General de expulsar por causas secretas a los miembros de la Compañía prueba hasta qué punto la injusticia y el desprecio de los hombres están encarnados en esta Institución, en la que el despotismo y el misterio se sobreponen a toda consideración y respeto humano.



Todas las corporaciones pueden expulsar a sus miembros pero sólo de la Compañía de Jesús los pueden expulsar sin juzgados y condenarlos. El despotismo está tan en la raíz de este árbol, que sus miembros no cuentan con nada, ni a nada tienen derecho.

Vive la tiranía por la delación y la inquisición; sus armas son secretas, y sus servidores no pueden menos de ser espías y delatores, al mismo tiempo que son espiados y delatados.

El déspota debe conocer el carácter, talentos y cualidades de sus esclavos para sacar de ellos más provecho, empleándolos donde puedan serle más útiles. Necesita también alimentar en ellos la desconfianza, para que sólo en él la tengan, y que su poder sea el único que se haga sentir.

Todo debe ser vil y bajo en la esclavitud, que no admite elevación de alma ni libertad de ánimo.

Ningún proyecto laudable puede brotar en almas esclavas, y no es posible que hombres degradados por la renuncia de su albedrío, por la servidumbre, el espionaje y las delaciones, por una inquisición que amenaza y obra constantemente, puedan elevarse a grandes concepciones. Si la Naturaleza les ha dado la fuerza, la educación les priva del valor.

Los esclavos no tienen patria; renunciaron a sus padres y olvidaron el hogar doméstico. Sólo ven la grandeza del déspota a quien sirven y el Imperio en que domina; sus ojos están siempre inclinados ante el amo y no tienen actividad propia sino la que les infunde el poder a quien sirven.

En los artículos 9 y 10, título II, se dice que todo jesuita debe alegrarse de que sus faltas y defectos, y en general cuanto en él se observe, sea revelado a sus superiores por el primero que lo vea, y que todos deben vigilarse y delatarse recíprocamente. Estos artículos pertenecen a los llamados esenciales del Instituto, y se encuentran en la página 70 del citado título II.



¿Será posible que los jesuitas, ocupados en espiarse y delatarse unos a otros, puedan amarse recíprocamente? ¡Qué profundos y reconcentrados odios, cubiertos con la careta de la más falsa y baja hipocresía, deben ocultarse en los conventos de los jesuitas!.



¡Qué afectos, qué sentimientos tiernos y humanos deben quedar en aquellos corazones, que no pueden abrirse a las dulces emociones de la familia, ni a las sinceras y francas expansiones de la amistad, ni a los nobles y levantados sentimientos y arranques del amor patrio, impulsos y móviles de las más grandes y sublimes acciones del hombre!.

¡Hasta la honra obliga la Compañía a abandonar a los desgraciados que entran a formar parte de ella!: Dice el capítulo IV del Examen, de los que quieren entrar en la Compañía, que se les advierte que abandonan todo derecho, cualquiera que sea, a defender su honra, y que lo deben a sus superiores, para bien de su alma y gloria de Dios.

Dice el capítulo V, que las delaciones son obligatorias. ¡Qué degradación del ser humano!.

¿Puede, después de esto, decirse con justicia, que un jesuita es un hombre?




IV
Considérase en la Compañía gravísimo pecado alimentar el menor escrúpulo o duda acerca de los privilegios del Instituto, suponiendo que sería dudar de la legitimidad de su voto, del poder del Papa, del de la Sociedad y del de sus fundadores.

No sólo durante el noviciado, sino aun después de profesar, practican los jesuitas los Ejercicios espirituales.

Figúrese el lector a un joven, encerrado solo en una habitación, sin libros, en un lugar silencioso, a fin de que nada lo distraiga, entregado a meditaciones tan interesantes, profundas, filosóficas y racionales como las siguientes:


"Debe el novicio representarse dos estandartes, cuyos jefes son: Jesucristo el de uno y Satanás el de otro.



Debe imaginarse a Jesucristo, bajo forma agradable, en campo bien situado, viendo a sus discípulos organizados como soldados; y a Satanás, de aspecto repugnante, reuniendo sus tropas de todas las partes del mundo.



Meditando sobre el infierno, debe ver una llama ardiente y almas quemadas en cuerpos de fuego; oír bramidos, blasfemias, e imaginarse que por el olfato y el paladar siente las sensaciones más repulsivas".

A todo novicio se le previene que debe hacer durante la noche una meditación de este género, otra por la mañana, y repetirla después de oír misa, y que debe excitar su mente de tal manera que le parezca que realmente ve y siente los objetos sobre que medita.

Estos ejercicios famosos podrían llamarse método de ver visiones. Presentarlos a jóvenes y mujeres fáciles de exaltar, como medios ordinarios de perfección espiritual, no es otra cosa que preparar sus almas para el más ciego y embrutecedor fanatismo.

Por estos comienzos pueden deducirse los fines.





Capítulo XXI



Sumario: Máximas, opiniones y juicios inmorales y criminales publicados y sustentados por los jesuitas en todos los países. La gloria descrita por los jesuitas.


Sobre todas las causas de la antipatía, del temor, de la repulsión, que la Compañía inspiró desde su origen, incluso a sus mismos protectores, y hasta a sus miembros, hay una apenas mencionada en este rápido relato que debe considerarse como la principal, y que por sí sola bastara a hacer odiosa esta teocrática institución.



Ya se comprenderá que nos referimos a la moral por ella proclamada y practicada, aunque debiéramos decir a su inmoralidad y no a su moral.

No relajación de la moral sino inmoralidad, y la más repugnante, ha esparcido la Compañía de Jesús doquiera ha puesto la planta. Las doctrinas, las máximas de sus doctores, son la negación de la moral cristiana y hasta de la humana.



No sabemos que haya existido jamás corporación alguna que ostentara con tanto cinismo la perversión del sentido moral, sacrificando al éxito toda noción de virtud, y con ella de humana dignidad; y por más que nos repugne, inspirándonos horror, no podemos menos que recordar aquí alguna de las máximas, opiniones, consejos y preceptos publicados por las lumbreras de la Compañía de Jesús.

No hay maldad, vicio, crimen que no estén dispuestos a perdonar, ¿qué digo perdonar? que no ensalcen, si ha de redundar en provecho de su causa.

¿El parricidio horroriza? pues oigamos al jesuita portugués Esteban Facúndez, en su tratado sobre Los Diez Mandamientos de la Iglesia, publicado en 1626:


"Los niños católicos pueden acusar a sus padres del crimen de herejía, aunque sepan que por esto serán quemados... y no tan sólo podrán rehusarles el alimento, si pretenden apartarlos de la fe católica, sino que hasta pueden, sin pecar y en justicia, asesinarlos..."

Dicastillo, jesuita español, en el tomo 2º de La Justicia del Derecho, página 511, hace las siguientes pregunta y respuesta:


"¿Será lícito a un hijo matar a su padre cuando está proscrito? Muchos autores sostienen que sí, y si el padre fuera nocivo a la Sociedad [Compañía de Jesús], opino lo mismo que esos autores".

Juan de Cárdenas, jesuita español, dice en su Crisis Teológica, publicada en Colonia en 1702:


"Es permitido a un hijo desear la muerte de su padre; pero a causa de la herencia y no de la muerte misma".

He aquí ahora a donde llega el casuismo de los jesuitas: Tomás Tamburini, jesuita italiano, hace las preguntas que siguen sobre el homicidio:


"¿Puede un hijo desear la muerte de su padre por gozar la herencia?; ¿una madre puede desear la muerte de su hija, para no verse obligada a mantenerla y dotarla?; ¿un sacerdote puede codiciar la muerte de su obispo con la esperanza de sucederle?

Respuestas:


"Si sólo apetecéis y os informáis con júbilo de esos acontecimientos, os es lícito desearlos y recibirlos sin pesar, porque no os regocijáis del mal ajeno sino del bien que os resulta".

Escribiendo sobre la violación dice el abad Moullet, jesuita:


"El que por fuera, amenaza, engaño, o importunidad de sus ruegos, ha seducido a una doncella, sin promesa de casamiento, está obligado a indemnizar de todos los perjuicios que resulten de este acto a la joven y a sus padres. No obstante lo dicho, si el crimen quedara absolutamente oculto, es más probable que en el fuero interno no sea obligado el seductor a reparar lo más mínimo".

"El que desflora a una joven con su consentimiento, no incurre en más castigo que hacer penitencia; porque siendo dueña de su persona puede conceder sus favores a quien mejor le parezca, sin que sus padres tengan derecho a estorbarlo por otro medio, que por la voluntad que les asiste para evitar que sus hijos ofendan a Dios".

Este párrafo está sacado de las Cuestiones Prácticas, acerca de las funciones del confesor, publicadas por el jesuita Fejelli en 1750. Pero sigamos copiando al abad Moullet, que vale la pena de ser conocida su jesuítica moral.



He aquí un caso de adulterio:


"Si alguno sostuviese relaciones culpables con alguna mujer casada, no porque es casada, sino por su belleza, haciendo abstracción de la circunstancia del matrimonio, esas relaciones no constituyen el pecado de adulterio..."

Otro jesuita francés, llamado Bauny, escribía en 1653 esta edificante frase:


"Es lícito a toda clase de personas penetrar en las casa de prostitución, para convertir a las mujeres perdidas, aunque sea muy verosímil que pecarán; a pesar de que lo intentaran varias veces, y siempre se dejaran arrastrar hacia el pecado, por la vista y zalamerías de estas mujeres".

De las Virtudes y de los Vicios, titulaba el jesuita portugués Castro Palao una obra publicada en 1631, y en ella decía, página 18:


"Si a un criado le obligase la necesidad a servir a un amo lujurioso, esta misma necesidad le permite ejecutar las cosas más graves, pudiendo proporcionarle concubinas, y conducirle a los sitios más reprobados; y si su señor quisiera escalar una ventana para dormir con una mujer, puede sostenerle sobre sus hombros, o seguirle con una escala, porque éstas son acciones de por sí indiferentes".

El jesuita Corneille de la Pierre, en sus Comentarios Acerca del Profeta David, publicados en París el año 1622, dice hablando de Susana:


"Susana dijo: Si me abandono a los deseos impúdicos de esos viejos, soy perdida.



En semejante extremidad, como temiera la infamia por un lado y la muerte por otro, Susana podía decir: no consentiré en acción tan vergonzosa; pero la sufriré sin desplegar los labios, a fin de conservar la vida y el honor.



Las jóvenes inexpertas creen que para ser castas, es necesario pedir socorro y resistir con todas sus fuerzas al seductor.



No se peca sino por el consentimiento y la cooperación, y no consintiendo ni cooperando, pudo permitir Susana que los viejos saciaran en ella su lujuria, pues no tomando parte interiormente, cierto es que no pecaba".

Dice Escobar, en su tratado De la Lascivia:


"Un religioso no peca despojándose de su hábito, aunque lo haga por motivo vergonzoso, como robar, fornicar, o entrar en una orgía".

"Una mala disposición, como mirar a las mujeres con deseos de lujuria", pregunta Escobar, "¿es incompatible con el deber de oír misa? Basta oír misa", dice, "aun en tales disposiciones, pero refrenando su... exterior".

Cualquiera pensaría que iba a decir "refrenando sus malos pensamientos". La doctrina jesuítica se contenta con cubrir las apariencias.

Preguntas Morales, llama el jesuita Vicente Fillinus a un libro publicado en 1663, y en su página 316 hallamos lo siguiente:


"Un hombre y una mujer que se desnuden para abrazarse, hacen un acto indiferente, no cometen un pecado".

Teología Moral Universal llama el jesuita escocés Cordon a un libro en el que se lee este párrafo, entre otros análogos:


"Una ramera puede legítimamente hacerse pagar, a condición de que el precio no sea muy alto. El mismo derecho tiene toda prostituta que en secreto fornique; no así la mujer casada, porque las ganancias de la prostituta no están estipuladas en el contrato del matrimonio..."

El jesuita portugués Enríquez, dice en la Suma de Teología Moral, publicada en 1600:


"Un clérigo, que sabiendo el peligro que corre, penetra en la alcoba de una mujer a la que le unen lazos amorosos, y sorprendido en adulterio por el marido, mata a éste por defender su vida o sus miembros, ¿puede conceptuarse irregular? no; y debe continuar ejerciendo sus funciones eclesiásticas".

Oigamos al citado Tamburini, en el libro VIII, capítulo V De la Fácil Confesión:


"¿En cuánto puede vender una mujer los placeres a los hombres?



Respuesta: necesario será para apreciarlos en lo justo, atender a la hidalguía, hermosura y decoro de la mujer. Si es recatada, vale más que la que admite en su casa al primer llegado...



Distingamos. ¿Se trata de una ramera, o de una mujer honesta? Aquella no puede pedir en justicia a uno sino lo que recibió de otro; debe fijarse un precio: se reduce a un contrato entre ella y el que paga, pues el uno da el dinero, y la otra pone el cuerpo. Una mujer de decoro puede exigir lo que le plazca, porque en cosas de esta naturaleza, la persona que vende es dueña de su mercancía.



Una doncella y una mujer honesta pueden vender su honor tan caro como lo estimen..."

En sus Comentarios Acerca de la Biblia, dice el jesuita Jacobo Tizin,


"que la casta Susana debió abandonar su cuerpo a los ancianos... pues la reputación y la vida son preferibles a la pureza del cuerpo".

El jesuita Banny dice que se debe absolver a una mujer que oculta en su casa a un hombre con el cual peca muchas veces, por no poder librarle sin perderse, o por circunstancias que le obliguen a detenerle.

Preste ahora atención el lector:


"¿Es lícito matar a un inocente, robar, o fornicar? Sí, por mandato de Dios, que es árbitro de la vida y de la muerte, y obligatorio el cumplimiento de sus mandatos".

Esta enormidad la dice el jesuita Pedro Alarcón, en su Compendio de la Suma Teológica de Santo Tomás, páginas 244 y 365.

Como los jesuitas deben obedecer las órdenes de su General cual si emanaran del mismo Dios, claro está que depende de la voluntad del General de la Compañía de Jesús que todos los miembros de ella sean fornicadores, ladrones y asesinos.



Pero continuemos oyendo al tal Alarcón:


"¿El robar es permitido al que se ve apremiado por la necesidad? Le es permitido secreta o privadamente, a no tener otros medios de socorrer sus menesteres. Esto no es ni hurto ni rapiña, porque, conforme al derecho natural, todo es común en este mundo".

Teología Moral llama el jesuita Antonio Pablo Gabriel a un libro en que dice:


"So pena de pecado mortal, es justo resistirse a restituir lo que se robó en pequeñas porciones, por grande que sea la suma".

Lo mismo dice el jesuita Banny en la página 143 de la Suma de los Pecados:


"Los robos pequeños hechos en diferentes días a un hombre o a muchos, por grande que sea la suma, no son pecados mortales".

El padre Cadenas en su Teología, dice:


"Si los amos cometen injusticia con sus criados en los salarios, pueden éstos hacerse justicia, valiéndose de compensaciones".

En la misma doctrina abunda el jesuita Casnedi, en sus Juicios Teológicos:


"Dios prohíbe el robo cuando se le considera como malo, pero no si se le reputa bueno".

El jesuita Fegelli es más explícito.



En la página 137 del Confesor, dice:


"Es lícito a un criado robar a su amo por compensación; pero a condición de no dejarse sorprender con las manos en la masa".

Muchos son los autores jesuitas que sustentan esta doctrina; pero oigamos a Longuet, que dice en la cuestión IV, página 2ª:


"Si los padres no dan dinero a sus hijos, pueden robárselo. Cuando un hombre está sumido en la indigencia y otro nada en las riquezas... aquel puede robar a este en secreto, sin pecar, ni estar obligado a la restitución..."

En el Tratado de la Encarnación, tomo I, página 408, añade:


"Se puede robar a todo deudor que se sospeche no ha de pagar..."

Los jesuitas debían tener mucho partido entre los taberneros, pues el padre Tollet dice en su libro de Los Siete Pecados Mortales:


"El que no puede vender el vino en lo que vale... puede disminuir la medida y echarle agua, y venderlo cual vino puro" (...) "Cuando se vea un ladrón resuelto a robar a un pobre, se le puede disuadir, designándole alguna persona rica para que la robe en lugar de la otra".

Escribiendo sobre la confesión, en su Moral Teológica dice el jesuita Escobar:


"Nadie está obligado a confesar más que lo que atenúa el pecado".

Esto lo dice en la página 135 del tomo VII.

Para los seminarios escribió su Compendium el jesuita Moullet, y en él dice:


"¿A qué se obliga el que jura ficticiamente y con ánimo de engañar? A nada, en virtud de la religión".

Cárdenas, dice en su Crisis Teológica:


"Permitido es, jurar sin intención de cumplir, si hay razones graves para ello".

En su Operae Moralis dice el padre Sanchiz:


"Se puede jurar que no se hizo una cosa aunque se hiciera; esto es cómodo en casos críticos, y justo cuando es útil para la salud, el honor o el bien".

Oigamos ahora la moral que propaga el jesuita Ginsenius, respecto al comercio:


"Es permitido comprar una cosa por menos de lo que vale, de aquel a quien obliga la necesidad? Lo que se vende por necesidad pierde, no el tercio de su valor, sino la mitad" (...) "Es lícito a los taberneros echar agua al vino, y a los labradores paja en el trigo, y venderlos al precio común..."

El jesuita Arbault dice que:


"Los hombres pueden sin escrúpulos, atentar unos a otros por la detracción, la calumnia y los falsos testimonios". Y luego añade: "Para cortar las calumnias se puede asesinar al calumniador, pero a escondidas, a fin de evitar el escándalo".

Casnedi, en su Juicio Teológico, dice:


"Si creéis que os manda mentir, mentid".

En Las Virtudes y los Vicios, libro publicado en 1631, dice el jesuita Castro Palao:


"Preguntado acerca de un robo que ejecutasteis, para obligaros luego a la compensación, acerca de un préstamo que verdaderamente no debéis, porque le habéis satisfecho, o que en la actualidad no le debáis porque ha variado el plazo, o que vuestra pobreza os excusa de no pagarlo; podéis jurar que no recibisteis préstamo alguno..."

El jesuita Sánchez, defiende el jurar en falso poniendo el siguiente ejemplo:


"Un hombre sorprendido in fraganti, y a quien se le obliga a jurar que contraerá matrimonio con la joven que deshonró, puede jurar que se casará, sobreentendiéndose: "si fuere obligado o en adelante me agrada"".

Y luego añade:


"Si alguno quiere jurar sin obligarse a cumplir su juramento, puede estropear el vocablo, y entonces no comete más que una mentira venial, que fácilmente se perdona".

El ya citado Sánchez dice:


"¿Es permitido practicar el acto conyugal antes de la bendición nupcial? Sí..."

Escobar sustenta que:


"es lícito matar traidoramente a un proscrito".

El jesuita Amicis dice que,


"un religioso debe matar al hombre capaz de dañarle a él o a su religión, si cree que abriga tal intento".

Dice el jesuita Caravelfand que,


"si una mujer de baja condición se jacta de haber dormido con un religioso, éste puede matarla, aunque ella diga verdad".

El jesuita Bunny dice,


"que se perdone el pecado de un amo con su criada, y el de dos primos, cuando no puedan vivir separados sin incomodidad".

En su Catecismo Teológico, el jesuita Poney, describe así el paraíso:


"Pregunta: ¿Qué veremos en el paraíso?

Respuesta: La sagrada humanidad de Cristo, el adorable cuerpo de la Virgen, y de otros santos, amén de mil y mil bellezas.



Pregunta: ¿Nuestros demás sentidos gozarán del placer que les es propio?

Respuesta: Sí, y lo más admirable: gozarán eternamente sin fastidiarse nunca.



Pregunta: ¿Cómo?: ¿el oído, el olfato, el gusto y el tacto gozarán de todo el placer que pueden recibir?

Respuesta: Sí; el oído gozará del encanto de la armonía; el olfato recibirá el placer de los olores; el gusto el de los sabores; nada faltará al deleite del tacto.



Pregunta: ¿Con qué vestidos se cubrirán los bienaventurados?

Respuesta: Con un vestido de gloria y de luz, que brillará por todas las partes de su cuerpo, y señaladamente por las que sufrieron más por Dios..."

En su libro De las Ocupaciones de los Santos asegura el jesuita Enríquez:


"Capítulo 73. Hombres y mujeres gozarán en el paraíso con festines, máscaras y bailes".

"Capítulo 74. Los ángeles se disfrazarán de mujeres, y aparecerán a los santos con suntuosos vestidos de señora, rizados los cabellos, y con camisas de muselina".

"Capítulo 75. Jesucristo mora en un magnífico palacio, y cada bienaventurado tiene en el cielo una habitación particular. Allí hay largas calles, hermosas y grandes plazas, castillos y ciudadelas".

"Capítulo 62. El supremo placer consiste en besar y abrazar los cuerpos de las bienaventuradas, al bañarse en pilas bien dispuestas, donde cantarán como ruiseñores".

"Capítulo 65. Las mujeres tendrán blondos cabellos, se adornarán con rubíes..."

Todos estos textos, y cientos de ellos no menos edificantes, sacados de obras de los jesuitas, y condenados por los tribunales, son imputables a la Compañía, pues los miembros de ésta no pueden hacer nada sin autorización de sus jefes, y por eso éstos no condenaron las máximas de sus subordinados.

Así, pues, todos estos pareceres, sentencias y máximas, forman en conjunto la moral jesuítica, que inmoralidad debe llamarse, y en efecto se le llama, por cuantas autoridades y tribunales intervinieron en las obras y en la conducta de la Compañía de Jesús.

Después de leer los hechos, datos y documentos condensados en estas páginas, no puede menos de producirse el convencimiento de que la Compañía de Jesús es una institución anticristiana, inmoral y corruptora, por lo que no sin razón fue perseguida y condenada en todos los tiempos y en todos los países.



Y puesto que no bastaron los medios hasta ahora empleados contra ella, además de suprimirla, hay que calificarla de Sociedad secreta, y aplicar el Código Penal a sus miembros, por pertenecer a una corporación ilícita, cuyos medios y fines condenan las leyes.


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