Durante la colonia, la mayoría de la población aborigen vivía fuera de las fronteras donde habitaban los españoles, y la relación entre ambas comunidades era hostil. Sin embargo había grupos de indígenas que convivían dentro de la sociedad europea, sometidos a la condición de encomenderos, que fueron reduciéndose de a poco en número, hasta casi desaparecer, al término del dominio español.
Un caso particular, y de excepción a los mencionados, lo constituyeron las comunidades autóctonas, establecidas sobre las márgenes superiores de los ríos Paraná y Uruguay, a la que se conoció como zona de las Misiones, que contaba en 1750, con 90.000 personas. Las primeras misiones en América del Sur fueron las de Paraguay, creadas en 1555, por el concilio Mexicano I. Dirigidas por la comunidad religiosa de la orden de los jesuitas se habían instalado treinta pueblos indígenas. En la gobernación del Río Paraná se radicaron otras siete y tres en la de Tucumán. Los franciscanos, la otra orden religiosa que acompañó la conquista, sólo contaba con tres reducciones, que totalizaban aproximadamente 3.000 habitantes cada una.
En las reducciones se trataba de incorporar a los aborígenes, en forma gradual, a las costumbres occidentales, a través de un rector, y a la religión cristiana, a cargo de un doctrinero. También contaban con un Cabildo indígena, a semejanza del español, que poseía sus propios alcaldes y regidores. Aunque controlados por los jesuitas, todos los miembros eran indios. Los primeros diez años, a partir de su conversión, los indígenas estaban eximidos de pagar tributo.
La organización administrativa de las Misiones era excelente. En el centro de cada pueblo se disponía una plaza, en derredor de la cual se ubicaba la iglesia, el cementerio y la residencia de los padres jesuitas. También tenían una escuela, donde se alfabetizaba a los niños, que a veces funcionaba junto a la morada de los sacerdotes, un taller de artesanías, que complementaba la educación académica, y almacenes donde se acumulaban los frutos. Los aborígenes vivían en largos callejones enfrentados por calles, en viviendas de una sola planta, generalmente de adobe, y con techos de paja.. La iglesia era construida en piedra, con adornos que la destacaban del resto de las construcciones. La iglesia de San Miguel llegó a tener cinco naves y albergar a 5.000 fieles.
Cada familia aborigen tenía asignada una vivienda y una porción de tierra para el cultivo. Además, debían trabajar en las tierras comunales, cuyo producido se destinaba a pagar los tributos de los aborígenes, a las necesidades comunes de la Misión y a solventar las necesidades de los incapacitados para el trabajo.
Los jesuitas aprendieron la lengua aborigen para facilitar la comunicación, y algunos indios lograron aprender el español.
La producción de frutos generada en las Misiones hizo creer que los jesuitas se estaban enriqueciendo a costa del trabajo aborigen, y muchos funcionarios inescrupulosos trataron de averiguar si esto era cierto para apropiarse de esas riquezas. En esos campos se cultivaba maíz, trigo, papa, mandioca yerba mate, tabaco, algodón y caña de azúcar.
Los indios aprendieron las técnicas de la ganadería, y en sus talleres se destacaron por el esmero en tareas de pintura, el trabajo en madera, el tallado de las piedras, siendo excelentes herreros y plateros.
La primera imprenta del Río de la Plata fue construida por aborígenes de las misiones, en el año 1700.
En 1750 se firmó el Tratado de permuta entre España y Portugal, por el cual España le cedió al segundo país, la zona ubicada entre los ríos Uruguay e Ibicuy. En ese lugar se hallaban radicadas siete misiones jesuitas. Los indios resistieron la medida, temerosos de caer bajo el poder portugués, y su sometimiento, impidiendo que pudieran demarcarse los nuevos límites. Los padres jesuitas fueron acusados de alentar la resistencia. En 1754, en una operación conjunta española-portuguesa funcionarios de ambos estados repelieron a los indios insurrectos en Bacacay, Caibaté e Ybabeyú.
Los jesuitas fueron criticados por su dependencia del papado, con quien colaboraban en sus rivalidades con las autoridades temporales europeas, por sus enseñanzas conservadoras y su prédica de inmiscuir la religión el plano político. A esto se sumó como desencadenante el haber sido acusados del atentado contra José I de España
Al dictarse en Madrid, la Real pragmática de expulsión de la Compañía de Jesús, inspirada en la nueva forma de gobierno del despotismo ilustrado, en febrero de 1767, la suerte de jesuitas y sobre todo de los aborígenes estaba sellada. Los jesuitas fueron desterrados de la Metrópoli española y de todos sus dominios. Meses más tarde, el gobernador Buccarelli, en Buenos Aires, ayudado por fuerzas policiales, hizo cumplir la orden. Los alcaldes fueron los encargados de esta tarea en las misiones, y los jesuitas fueron embarcados rumbo a Europa, iniciándose el ocaso de las Misiones. Así terminó la obra en América de los jesuitas, orden fundada en 1534 por San Ignacio de Loyola. Las cuantiosas propiedades de los jesuitas les fueron confiscadas.
Un caso particular, y de excepción a los mencionados, lo constituyeron las comunidades autóctonas, establecidas sobre las márgenes superiores de los ríos Paraná y Uruguay, a la que se conoció como zona de las Misiones, que contaba en 1750, con 90.000 personas. Las primeras misiones en América del Sur fueron las de Paraguay, creadas en 1555, por el concilio Mexicano I. Dirigidas por la comunidad religiosa de la orden de los jesuitas se habían instalado treinta pueblos indígenas. En la gobernación del Río Paraná se radicaron otras siete y tres en la de Tucumán. Los franciscanos, la otra orden religiosa que acompañó la conquista, sólo contaba con tres reducciones, que totalizaban aproximadamente 3.000 habitantes cada una.
En las reducciones se trataba de incorporar a los aborígenes, en forma gradual, a las costumbres occidentales, a través de un rector, y a la religión cristiana, a cargo de un doctrinero. También contaban con un Cabildo indígena, a semejanza del español, que poseía sus propios alcaldes y regidores. Aunque controlados por los jesuitas, todos los miembros eran indios. Los primeros diez años, a partir de su conversión, los indígenas estaban eximidos de pagar tributo.
La organización administrativa de las Misiones era excelente. En el centro de cada pueblo se disponía una plaza, en derredor de la cual se ubicaba la iglesia, el cementerio y la residencia de los padres jesuitas. También tenían una escuela, donde se alfabetizaba a los niños, que a veces funcionaba junto a la morada de los sacerdotes, un taller de artesanías, que complementaba la educación académica, y almacenes donde se acumulaban los frutos. Los aborígenes vivían en largos callejones enfrentados por calles, en viviendas de una sola planta, generalmente de adobe, y con techos de paja.. La iglesia era construida en piedra, con adornos que la destacaban del resto de las construcciones. La iglesia de San Miguel llegó a tener cinco naves y albergar a 5.000 fieles.
Cada familia aborigen tenía asignada una vivienda y una porción de tierra para el cultivo. Además, debían trabajar en las tierras comunales, cuyo producido se destinaba a pagar los tributos de los aborígenes, a las necesidades comunes de la Misión y a solventar las necesidades de los incapacitados para el trabajo.
Los jesuitas aprendieron la lengua aborigen para facilitar la comunicación, y algunos indios lograron aprender el español.
La producción de frutos generada en las Misiones hizo creer que los jesuitas se estaban enriqueciendo a costa del trabajo aborigen, y muchos funcionarios inescrupulosos trataron de averiguar si esto era cierto para apropiarse de esas riquezas. En esos campos se cultivaba maíz, trigo, papa, mandioca yerba mate, tabaco, algodón y caña de azúcar.
Los indios aprendieron las técnicas de la ganadería, y en sus talleres se destacaron por el esmero en tareas de pintura, el trabajo en madera, el tallado de las piedras, siendo excelentes herreros y plateros.
La primera imprenta del Río de la Plata fue construida por aborígenes de las misiones, en el año 1700.
En 1750 se firmó el Tratado de permuta entre España y Portugal, por el cual España le cedió al segundo país, la zona ubicada entre los ríos Uruguay e Ibicuy. En ese lugar se hallaban radicadas siete misiones jesuitas. Los indios resistieron la medida, temerosos de caer bajo el poder portugués, y su sometimiento, impidiendo que pudieran demarcarse los nuevos límites. Los padres jesuitas fueron acusados de alentar la resistencia. En 1754, en una operación conjunta española-portuguesa funcionarios de ambos estados repelieron a los indios insurrectos en Bacacay, Caibaté e Ybabeyú.
Los jesuitas fueron criticados por su dependencia del papado, con quien colaboraban en sus rivalidades con las autoridades temporales europeas, por sus enseñanzas conservadoras y su prédica de inmiscuir la religión el plano político. A esto se sumó como desencadenante el haber sido acusados del atentado contra José I de España
Al dictarse en Madrid, la Real pragmática de expulsión de la Compañía de Jesús, inspirada en la nueva forma de gobierno del despotismo ilustrado, en febrero de 1767, la suerte de jesuitas y sobre todo de los aborígenes estaba sellada. Los jesuitas fueron desterrados de la Metrópoli española y de todos sus dominios. Meses más tarde, el gobernador Buccarelli, en Buenos Aires, ayudado por fuerzas policiales, hizo cumplir la orden. Los alcaldes fueron los encargados de esta tarea en las misiones, y los jesuitas fueron embarcados rumbo a Europa, iniciándose el ocaso de las Misiones. Así terminó la obra en América de los jesuitas, orden fundada en 1534 por San Ignacio de Loyola. Las cuantiosas propiedades de los jesuitas les fueron confiscadas.
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