Monday, February 23, 2015

Teología de la liberación





El ambiente de descontento y preocupación en Occidente, posterior a la Segunda Guerra Mundial, hizo explosión en la década de los sesenta en muy diversos ámbitos sociales, entre ellos el religioso. Coincidían en la consideración de que nunca antes el género humano había tenido tanta abundancia de posibilidades tecnológicas y capacidad económica y, sin embargo, gran parte de la población sufría hambre, miseria y analfabetismo. El pensamiento marxista —en su época de más influencia— daba a muchos una explicación plausible del fenómeno.
El papa Juan XXIII convocó en 1962 el Concilio Ecuménico Vaticano II, el acontecimiento más relevante de ese siglo para la Iglesia. Su intención era insertar esta en la historia y la sociedad del siglo XX: “abrir puertas y ventanas. Que entre aire fresco y saque el polvo imperial”, afirmaba. En él participaron los altos jerarcas de la Iglesia y teólogos expertos, para deliberar y emprender acciones en función de esta renovación. Se intentaba favorecer un clima de diálogo con no católicos —iglesias reformadas— y no cristianos, reconociendo las “verdades” en otras religiones.
El énfasis se hacía en que la Iglesia es de todos, pero especialmente de los pobres. Había interés particular en los laicos y en evitar la guerra. Se escuchó a los teólogos considerados “peligrosos” o “heterodoxos”, quienes presentaron planteamientos novedosos. Muy de cerca trabajaron varios de los “intelectuales” jesuitas y dominicos.
En ese ambiente posconciliar y de la teología de la liberación propio de los sesenta, el general de la Compañía, Pedro Arrupe, tomó la “opción preferencial por los pobres” como camino para la Orden de su tiempo.
En particular en América Latinan se inició un movimiento “revolucionario” por parte de miembros del clero, en el que los jesuitas llevaban la delantera. Una reacción moral ante la pobreza, la injusticia social y la opresión de los gobiernos, en la que se daba preferencia a “la praxis sobre la doctrina”. Muchos consideraban al marxismo como una herramienta útil para la causa, aunque desprendiéndose de su filosofía. Algunos de sus detractores llamaron “marxismo cristianizado” a la teología de la liberación.
Se conformaron las llamadas “comunidades de base”, tanto urbanas como rurales, en las que se organizaba a campesinos y analfabetas en comunidades sustentables, bajo el tutelaje de algún sacerdote o de laicos. Este movimiento provocó la reacción de los respectivos gobiernos y opositores. Entre 1964 y 1978 en América Latina hay registro de 46 sacerdotes asesinados, 16 desaparecidos, 485 arrestados y 46 torturados. La segunda generación de participantes en estos movimientos fueron casi todos jesuitas. Treinta de ellos fueron asesinados en asuntos de promoción de la justicia.
Hoy, el interés por otras culturas es un punto clave de la actividad jesuita.


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