Monday, October 22, 2012

LAICADO IGNACIANO: DISCIPULADO, EN COMUNIDAD, PARA LA MISION



El Concilio Vaticano II trató de la Iglesia, primariamente, desde la perspectiva de lo que une a todos los cristianos. Y, a partir de este punto de vista común, abordó lo específico de cada vocación (laical, religiosa, sacerdotal). Inspirada por el Concilio, la Iglesia se afana, con idas y venidas, en la tarea de engendrar históricamente una Iglesia Pueblo de Dios, que es la categoría teológica utilizada por el Concilio. Esto también se ha ido verificando en lo que puede llamarse el “mundo ignaciano”, es decir, en el ámbito, no errado sino abierto, de quienes viven el cristianismo en la senda espiritual abierta por San Ignacio de Loyola. Expresión de esto es que en las dos últimas Congregaciones enerales de la Compañía de Jesús, el tema de la colaboración ha dado lugar a sendos Decretos –Decreto 13 de la CG 34 y Decreto 6 de la CG 35. En Chile, la colaboración ya está dando frutos de servicio, por ejemplo, en educación, en la renovación de la experiencia de los Ejercicios Espirituales, en la promoción social, en la evangelización e la cultura, en el servicio a los necesitados de toda índole.
En este contexto, aventuro en estas líneas caminos de respuesta a dos preguntas. La primera es: ¿cómo pensar el tema de la colaboración entre jesuitas –religiosos y/o sacerdotes- y laicos ? La segunda interrogante es: ¿cuáles serían los rasgos imprescindibles que tendría que poseer un laico ignaciano para ser considerado tal? Para evitar la repetición, cada vez, de la expresión “laico y laica”, hablo de “laico”. Pero entiendo siempre que se trata de ella y de él.

La colaboración

La Conferencia de Aparecida [Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe, Aparecida, Brasil, 30 de mayo de 2007] pone de relieve tres rasgos fundamentales de la vida cristiana. Se trata ésta de una vida que tiene su principio y fundamento en un encuentro personal con Jesucristo, que abre la vía del discipulado. Este encuentro, siendo individual, posee una intrínseca dimensión comunitaria: el encuentro con el Señor ocurre en el seno de la comunidad de los discípulos. Por último, discipulado y comunidad se orientan a la participación en la obra de Cristo: la vida cristiana es misionera en su constitución misma. De lo que se trata es de amar y dar testimonio. Al destacar estos elementos, Aparecida sigue fielmente la línea abierta por el Concilio Vaticano II. Ante todo, los cristianos son hermanos en el bautismo –en la necesidad de perdón y salvación, en el gozo del amor gratuito de Dios por cada uno. El bautismo, en efecto, constituye el primer encuentro personal con Jesucristo, encuentro verdaderamente real que se descubre como tal con los ojos de la fe. Este encuentro ha tenido lugar en la Iglesia, que desde los primeros tiempos comunica el bautismo a sus nuevos hijos. Este bautismo es el sello fundamental del cristiano. En él se encuentra la raíz de la vocación común, la misión común, la responsabilidad común. Iguales en el bautismo, ante todo. Diversos luego en los caminos y modos de vida, en los servicios concretos. El bautismo marca a todos para ser luz del mundo. De este modo, al destacar el encuentro personal con Jesucristo, la comunidad y la misión compartida, Aparecida vuelve a afirmar claramente la idea de una Iglesia servidora, en comunión y participación, idea tan querida y anhelada por muchos cristianos latinoamericanos.
La vida cristiana al modo ignaciano, entonces, ha de entenderse como una senda entre otras, en el seno de esta común y más amplia vida cristiana en el mundo. Tiene, por tanto, esas tres características antes destacadas, actualizadas de una forma propia, pero no separadas de otras formas en la Iglesia. Se trata de una buena y aprobada versión del cristianismo. Aprobada, sobre todo, por los frutos de santidad que ha producido. El encuentro personal con Cristo está a la base. En el caso ignaciano, son los Ejercicios Espirituales el lugar privilegiado de esta experiencia. Se entiende por ejercicios espirituales todo modo de orar, contemplar, reflexionar, aplicar sentidos, meditar la Palabra de Dios, revisar la propia vida, etc., para más amar y servir, según el modo de la experiencia de Ignacio. La vida cristiana no tiene a su base una doctrina, sino una experiencia de encuentro que conmociona. Es vida que se comunica y desarrolla. Hay una elección y un ponerse a caminar. En los Ejercicios Espirituales, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo vienen al cristiano ignaciano, y éste está solicitado a responder. Este encuentro personal con Cristo, al modo ignaciano, se verifica en el seno de una comunidad mayor, eso que podemos llamar el “mundo ignaciano” o la “comunidad ignaciana”, una especie de órgano del cuerpo eclesial. Se trata de un órgano con células más y menos complejas: la orden jesuita, otras congregaciones de espiritualidad ignaciana, asociaciones laicales (CVX, Asociación de Ex-alumnos), movimientos (MEJ, Apostolado de la Oración), voluntariados (ETAS), grupos (gran diversidad en distintas circunstancias), obras apostólicas (Fundaciones, instituciones, centros de irradiación), individuos. La Compañía de Jesús ha cumplido y sigue cumpliendo aquí una función de servicio muy vital: animar, evangelizar, conservar y comunicar las tradiciones, liderar empresas de renovación, etc. Desde sus comienzos, ella ha hecho esto con un estilo muy fecundo de relaciones, que incluyen formación, compañerismo, discernimiento y emprendimientos comunes. Por su parte, la misión común de la vida de los bautizados también tiene su concreción peculiar en este “mundo ignaciano”. Se trata del servicio de la fe y la promoción de la justicia. No son dos opciones, una al lado de la otra, sino una opción con dos aristas. Porque, al contemplar la realidad de hoy, uno se va convenciendo que servir la fe –el Evangelio del amor hasta el extremoexige absolutamente promover la justicia.
Pienso que de esta manera se puede entrar adecuadamente en el tema de la colaboración entre jesuitas y laicos: destacando esos tres elementos (discipulado, en comunidad, para la misión), señalando su raíz bautismal, indicando su modalidad ignaciana (Ejercicios Espirituales, en comunidad ignaciana, para el servicio de la fe y la promoción de la justicia). Esto permite una mirada suficientemente amplia, evitando enfocar el asunto de la colaboración desde perspectivas sólo particulares. Y entiendo por perspectivas particulares el punto de vista de la Compañía de Jesús, o el de tal o cual asociación laical, o el de los voluntariados, o el de tal jesuita, o de tal laico. Estos puntos de vista particulares, por supuesto, son legítimos en su particularidad. Y no sólo esto: al pensar la colaboración mutua, cada cual, individual y colectivamente, ha de hacer el esfuerzo de ponerse en el lugar de los otros. El mundo ignaciano y cada célula particular de él, son también una preocupación de todos, aunque en respeto de las diferentes responsabilidades. En el curso de los años posteriores al Vaticano II, los ignacianos han ido poco a poco reconociendo algunas gracias singulares que el Espíritu está derramando, en ellos, para el mundo y la Iglesia. Y también paulatinamente han ido respondiendo. Considérese, por ejemplo, la renovación de la espiritualidad ignaciana, en especial de la experiencia de los Ejercicios Espirituales, que se abre paso con mucha vigencia entre tantas y tantos (sacerdotes, religiosas, religiosos, laicos, incluso creyentes de otros credos). Considérese también la gracia del impulso apostólico de jesuitas y laicos. Y considérese, por último, la gracia de la colaboración, del trabajo codo a codo. Porque la colaboración es ante todo una gracia que se está derramando. Hay que pedir insistentemente ser capaces de acogerla. Esto no es fácil, ni mucho menos. Acoger la gracia es un don, pero un don que plantea altas exigencias y que tiene muchos, muchísimos matices. En su reciente Congregación General 35, los jesuitas han puesto, antes del decreto sobre colaboración, el decreto sobre su identidad. Pienso que esto es muy importante. Al enfrentar el tema de la colaboración, los laicos tendrían que hacer lo mismo, es decir, pensar y renovar su identidad laical y, como ocurre en el caso de laicos asociados, su identidad asociativa. Desde aquí, el tema de la colaboración se muestra con mayor claridad. Pues los modos de proceder del laico, respecto de la unión con Dios, de la vida comunitaria y del servicio apostólico, son ignacianos, pero no jesuitas.
Me parece que ésta es una manera apropiada de acercarse al problema de la colaboración ignaciana en el corazón de la misión. Esta forma de pensar el asunto, implica opciones teológicas, exige íntima unión con Dios, convoca a cambios de actitudes y mentalidades, pide expresarse en procedimientos y prácticas, arraigados en un estilo de vida social y eclesial caracterizado por la sencillez, el diálogo, la apertura a los signos de los tiempos y a la acción del Espíritu. No olvidemos que la colaboración entre laicos, religiosos y sacerdotes, entendida ignacianamente es para la misión, es decir, para colaborar, en último término, con la misión de Jesucristo, al servicio de los demás y en el seno de la Iglesia.

El laico ignaciano

Supuesto este acercamiento, podemos preguntar ahora qué rasgos básicos deben caracterizar al laico ignaciano. Acogiendo la luz de Aparecida, la respuesta es sencilla. Es un discípulo en comunidad y misión: es un bautizado. Es alguien que se ha encontrado con Cristo en los Ejercicios Espirituales, que posee algún sentido de comunidad en el mundo ignaciano y que orienta su vida apostólicamente, en el sentido de la fe-justicia: es un bautizado ignaciano. Pero la enumeración de estos rasgos no hace más que abrir una serie de problemas. ¿Qué tipo de experiencia de Ejercicios Espirituales? ¿Pertenencia formal a alguna comunidad? ¿Orientación apostólica de la vida laboral y familiar, o vida apostólica más allá de esos límites cotidianos? Pienso que estas cuestiones deben ir siendo respondidas en los diversos contextos, según tiempos, lugares y personas. Lo que sí se puede decir es que no basta solamente, para determinar a un laico ignaciano, por ejemplo, haber estudiado en una institución educativa ignaciana, o ser muy amigo de alguien ignaciano. Por otra parte, no necesariamente es mejor laico ignaciano quien colabora o trabaja en una obra de la Compañía de Jesús.
Pienso que hay algunos aspectos ligados a las tres características básicas del laico ignaciano, que son especialmente relevantes hoy y para el futuro mediato.
El laico ignaciano se encuentra con Cristo en los Ejercicios Espirituales. Me parece muy relevante en este punto la conciencia de proceso de la persona, es decir, que de alguna manera se manifieste que ella se siente en camino de crecimiento, de más encuentro, de más hondura. La meta es que llegue a sentirse tomada y llevada, en actitud de discernimiento y que se actualice así la gracia profunda del seguimiento. Tiendo a pensar que esta conciencia de proceso es un buen indicador de la experiencia espiritual ignaciana. En su Autobiografía, Ignacio revelaba que se sentía llevado por Dios, como un niño por su maestro. Y esto lo sentía un laico: la fundación de la Compañía de Jesús vino después. El seguimiento se puede experimentar en diversos niveles, incluso en los comienzos mismos de un proceso inicial. Es preciso, por tanto, poner los medios para acompañar los procesos de los laicos y para ofrecer oportunidades suficientes de pasar adelante. El laico ignaciano se encuentra con Cristo en comunidad. Tiene que haber, por tanto, pertenencia de algún modo a una comunidad que vaya más allá de la experiencia individual. Es bueno recordar que, para los laicos casados, la familia es esta primera comunidad. Tal vez se debería insistir un poco más en esto: el modo ignaciano de vivir la vida familiar (familias místicas, comunitarias y apostólicas). Sin embargo, pienso que no hay que quedarse sólo en la familia, Iglesia doméstica. Estimo indispensable una referencia más amplia.
En este punto, pienso que sería muy apropiado trabajar, con especial atención, en todo lo que signifique crecimiento de la conciencia institucional y del establecimiento de instituciones laicales. Hay una oleada individualista en la cultura, que afecta sin que a veces se tenga mucha conciencia de ello, y que llega a las mentalidades y conductas de jesuitas y laicos. Además, algunas dificultades para una colaboración más estrecha entre laicos y jesuitas tienen su asiento en las diferencias abismales de institucionalización de la vida ignaciana de unos y otros. Las asociaciones laicales, si bien han crecido mucho en esto, todavía tienen mucho camino que recorrer. En este sentido, por ejemplo, me ha alegrado mucho que el Decreto 6 de la reciente Congregación General 35 recomiende a los Superiores Mayores Jesuitas apoyar a CVX y a otras asociaciones laicales. El modelo ya no puede ser el de un jesuita con un grupo de laicos en su derredor, en aislamiento. Hay que poner en cauce los procesos individuales, espirituales y apostólicos, para que perduren en el tiempo, sean comunicables a otros y multipliquen su fruto. Por otro lado, aun siendo urgentes muchas necesidades, me parece necesario resistir el afán indiscreto de resultados inmediatos. Hay aquí otra característica de estos tiempos, que se expresa muy bien en el advenimiento de la tarjeta de crédito y la declinación de la libreta de institucionales lleva tiempo y demanda energía, pero así se construyen las vías de la historia.
El laico ignaciano lleva en comunidad una vida apostólica. A veces se plantea la disyuntiva entre la vida laical cotidiana como misión, o la entrega al servicio apostólico más allá de la vida ordinaria. Me parece que el asunto es más hondo. Toda la vida está llamada a ser apostólica. Es la voluntad de Dios, conocida en discernimiento, la que ha de indicar, en último término, lo que cada cual tiene que hacer. Pero, si bien considero de suma importancia asumir la vida familiar y laboral, la recreación y el descanso, en sentido apostólico, un laico ignaciano tendría que caracterizarse por tener el impulso a ir más allá, haciéndose próximo de las necesidades de los demás. Me gusta pensar que ir a las fronteras debiera caracterizar al laico ignaciano. Esas fronteras, en primer lugar, están en los propios hijos y su nueva mentalidad, en los colegas de trabajo. Pero más allá también. Y, en este punto, los hermanos jesuitas también necesitan de los laicos y muchos de ellos anhelan trabajar y estar con ellos.
Me parece también muy necesario que los jesuitas no desfallezcan en el esfuerzo generoso de promover la identidad y misión laical en el mundo y en la Iglesia y que ayuden a que los laicos crezcan más, sirvan más, opinen más, emprendan más. Habría que pedirles que reprendan al laico cuando perciban que abdica de sus responsabilidades más propias: la familia, el trabajo, la sociedad, la cultura, la Iglesia. Con gusto y agradecidamente, muchos laicos colaboran en sus obras. Ellos les permiten sentirlas también suyas. Son sus colaboradores. Y, en esta colaboración, los mismos laicos reciben mucho. Por de pronto, renuevan su propia vocación laical y la pueden vivir más profundamente. Pienso que es muy bueno para los jesuitas considerar como uno de sus objetivos, en sus trabajos, la promoción de la identidad y misión laicales. Ello puede ayudarles a no ceder a la tentación de servirse del laico en función de sus obras. En todo caso, indudablemente, los responsables primeros de renovar la identidad laical son los mismos laicos. Este tema de la identidad, en mi opinión, está muy al centro de este asunto de la colaboración. Pues la identidad del laico, esbozada tan estimulantemente por el Vaticano II, quiebra mentalidades y prácticas seculares y masivas. No es fácil para los laicos asumir adultamente su vida de fe, los procesos son lentos. Pero la identidad jesuita, religiosa y sacerdotal, también ha sido remecida. Así, por ejemplo, la dificultad que a veces se percibe en jesuitas relativamente jóvenes para colaborar con laicos tal vez en parte sea porque ponen su identidad de jesuitas demasiado en el emprendimiento y en la acción. El “mundo ignaciano”, por tanto, célula viva del organismo eclesial, va haciendo su aporte al proyecto histórico de una Iglesia de comunión y participación. Ésta es una gracia. La colaboración es un fuego que enciende otros fuegos. De hecho, en diversas tareas relativas a la justicia y promoción humana, el trabajo conjunto se extiende también a agnósticos y no creyentes.
Pues la colaboración es evangelizadora, en primer lugar, respecto del misionero. Creo que hay que pedir mucho, para responder con sabiduría a la gracia de la colaboración. A mi entender, hay que pedir un don preciso: la gracia del sentido de los matices. En lenguaje ignaciano, esto es el discernimiento: saber distinguir, matizar, para seguir avanzando en el camino tras el Señor, quien, con su machete, va abriendo sendas en la espesura.
Una primera versión de este texto se presentó en el II Encuentro del Sector Laicos de la Conferencia de Provinciales de América Latina (CPAL), realizado en Quito, Ecuador, entre los días 17 y 20 de junio de 2008. Agradezco a algunos amigos laicos y jesuitas sus comentarios a dicha primera versión.

Samuel Yáñez, S.J.
Profesor de Filosofía, Universidad Alberto Hurtado
Miembro de CVX
Santiago, Chile


Fuente.

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