CARLOS LUJáN
Robert Graham (en la foto pequeña) fue uno de los pocos hombres de total confianza del papa Pablo VI desde 1966. Destapó la identidad de los espías nazis y aliados que actuaron en el Vaticano.
El padre Graham, un jesuita culto y reservado, fue llamado por Pablo VI con una misión: analizar y recoger toda la información que existía en la Santa Sede sobre los servicios secretos extranjeros que habían operado en el Vaticano, primero, nazis y, luego, comunistas. El resultado: más de 25.000 documentos a los que sólo un selecto grupo de historiadores ha tenido acceso.
«Llamad a Leiber!» El papa Eugenio Pacelli, Pío XII, sólo confiaba en tres personas: Augustin Bea, su confesor, un jesuita; sor Pascualina Lehnert, también llamada la Papisa, su ama de llaves; y Robert Leibert, otro jesuita, su secretario personal y presunto jefe de su servicio secreto, aunque la Santa Sede siempre ha negado tener un servicio secreto. Los tres religiosos eran alemanes. Y los tres lo ayudaron a capear una época tormentosa: Pío XII llegó al papado en vísperas de la Segunda Guerra Mundial (1939) y murió en plena Guerra Fría (1958). Fascismo, nazismo y comunismo fueron sus tres bestias negras. Luchó contra ellos con desigual fortuna y empeño. Hoy por hoy es el Papa más controvertido de la historia contemporánea. Fascistas, nazis y comunistas, a los que hay que añadir británicos y estadounidenses, convirtieron en un nido de espías el Vaticano, la ciudad estado de apenas medio kilómetro cuadrado cuyo PIB no se mide en dólares, sino en almas, según dejó dicho Juan XXIII. No es extraño que el papa Pacelli sólo se fiase de sus más allegados.
Robert Leiber era su hombre para todo. Un cascarrabias, profesor de Historia de la Iglesia, que vivía en la Universidad Gregoriana de Roma, a cinco kilómetros de la Santa Sede, y tenía que dejar lo que estuviese haciendo cada vez que el Papa lo llamaba, ya fuese para escribirle un discurso, para pedirle consejo o para sondear las intenciones de algún emisario. Leiber, asmático, sufría con la espléndida primavera romana. Y se quejaba de que el Papa escatimaba con él. Ni siquiera tenía un chófer a su disposición. El jefe de la red de espionaje más antigua y extensa del planeta viajaba en tranvía o autobús, aunque llegase a la plaza de San Pedro ahogado por las emanaciones de polen de los pinos, plátanos, cipreses y alcanfores. Leiber murió en 1967 de una crisis respiratoria, pero antes destruyó todos sus papeles personales. Una pérdida lastimosa, pero no irreparable, pues del pontificado de Pío XII se conservan 15.430 documentos, 2.500 legajos y 16 millones de cartas. Todo está bajo llave en el Archivo Secreto Vaticano, un búnker subterráneo cuyos intestinos suman 85 kilómetros de pasillos y estanterías. Habrá que esperar hasta 2013 para que esos documentos sean desclasificados y los historiadores puedan arrojar luz sobre un papado lleno de sombras. Hasta la fecha, sólo cuatro estudiosos han tenido acceso a esa información.
«¡Llamad a Graham!» El papa Pablo VI confió en 1966 la tarea de estudiar los papeles de Pío XII a cuatro jesuitas de su absoluta confianza: un italiano, Angelo Martini; un alemán, Burkhart Schneider, un francés, Pierre Blet, y un estadounidense, Robert Graham. Los llamaban `los mosqueteros´ y realizaron una labor enciclopédica que quedó plasmada en 11 tomos en los que se puede seguir casi al minuto la actuación de Pío XII durante la Segunda Guerra Mundial. Si escribieron una historia fidedigna o una versión saneada, sólo se sabrá en la próxima década. Pero Graham, además de reputación de historiador meticuloso, tenía alma de periodista. Escribía a altas horas de la madrugada, escuchando marchas militares, para desesperación de sus vecinos de cuarto. Afable y socarrón, disfrutó con aquel material y, como cualquier periodista, tenía la necesidad de compartir sus hallazgos. Graham destapó las identidades de todos los espías nazis o aliados que actuaron en el Vaticano durante la guerra, además de algunos agentes soviéticos llegados desde el telón de acero en la posguerra. Escribió cientos de artículos para la revista Civiltà Cattolica y recibió con los brazos abiertos durante 30 años, hasta su muerte, a cualquier historiador que se acercase a su caótica habitación en una residencia para religiosos en Roma, donde los papeles, borradores escritos a lápiz y recortes de periódico llegaban hasta el techo. Barra libre.
El estadounidense David Álvarez, profesor de Ciencias Políticas en la Saint Mary School de California, fue uno de los historiadores que pudo consultar el archivo del padre Graham y colaboró con el jesuita en la redacción de un libro sobre las redes de inteligencia en la Santa Sede, Nothing sacred (`Nada es sagrado´), en 1997. Hoy, Álvarez está considerado como el mayor experto mundial en espionaje y diplomacia papal y su obra Spies in the Vatican (`Espías en el Vaticano´) es texto de referencia. «Mientras el padre Graham estuvo vivo, no consideró que sus papeles fuesen secretos, aunque revelasen las identidades y operaciones encubiertas de los espías en el Vaticano. Graham fue generoso compartiendo sus hallazgos. Yo me pasé muchos días hurgando en sus documentos. Ojo, no era una cazaespías ni una especie de Agente 007 pontificio; él se consideraba ante todo un historiador y todo lo que investigó fue en nombre de la historia», puntualiza.
Poco antes de morir, el padre Graham metió como pudo sus papeles, unos 25.000 documentos agrupados en cientos de carpetas, en dos enormes baúles y se marchó a Estados Unidos. La Curia General de los Jesuitas ordenó que los baúles regresasen a Roma después de su fallecimiento. El padre Federico Lombardi, que fue redactor jefe de Graham en Civiltà Cattolica, niega que fuese un secuestro editorial ordenado por el papa Ratzinger cuando todavía era prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe. O que contengan material sensible que puede afectar al proceso de beatificación de Pío XII (que progresa a paso de tortuga) o quizá esclarecer si el KGB estuvo detrás del atentado a Juan Pablo II, en represalia por su apoyo al sindicato Solidaridad, pues Moscú temía que si caía Polonia, el resto del bloque comunista caería por el efecto dominó, como así fue. «Sencillamente, los papeles regresaron a Roma porque el archivero no sabía muy bien qué hacer con ellos en California, y Roma es su lugar natural.» Pero lo cierto es que esos papeles, que siempre estuvieron al alcance de los estudiosos, ahora están bajo custodia del polaco Marek Inglot, director del archivo general de los jesuitas. Y bajo órdenes estrictas del Prepósito General de la Compañía de Jesús, Adolfo Nicolás, el Papa Negro, de no permitir su publicación hasta que Roma levante el veto a toda la documentación sobre Pío XII en el Archivo Secreto Vaticano.
Ese secretismo repentino ha disparado los rumores y todo tipo de teorías circulan ahora sobre el contenido del archivo Graham, de las que se ha hecho eco la revista italiana Panorama. No obstante, si se consultan las hemerotecas se puede reconstruir parte de lo que hay en esas carpetas, pues el padre Graham disfrutaba contando sus fascinantes hallazgos sobre las tramas de espionaje que investigó. También el padre Blet, otro de los mosqueteros, ha hablado sobre los papeles reservados concernientes a Pío XII. Ambos han defendido su pontificado a capa y espada. Para ellos, la leyenda negra del Papa que guardó silencio ante las atrocidades de Hitler es una de las mayores injusticias de la historia. Esa leyenda negra comenzaría en los años 60, según algunas versiones, supuestamente alentada por espías de la Stasi (el servicio secreto de la antigua República Democrática Alemana) y del KGB para desprestigiar a la Santa Sede. Guerra sucia propagandística que todavía hoy sigue coleando.
Para los jesuitas es relativo, cuando no manifiestamente falso, que Pío XII guardase silencio o cerrase los ojos ante la persecución de los judíos. Según publicó The Economist en la necrológica de Graham, «la queja principal de los críticos de Pío XII fue que no hubiera hecho una condena pública del asesinato de judíos cuando la existencia de los campos de exterminio llegó al conocimiento del Vaticano. Se dijo que una declaración así podría haber detenido la matanza. Al menos, una carta pastoral que recordase que matar judíos era pecado hubiera disuadido a los colaboracionistas de entregarlos a los alemanes. Graham dijo que Pío XII, trabajando entre bastidores, ayudó a la resistencia a librar a más de 800.000 judíos de las cámaras de gas, ocultándolos en iglesias y en el mismo Vaticano. Pío XII pensó que hablar públicamente contra los opresores habría empeorado las cosas para judíos y católicos». Sólo en el campo de concentración de Dachau había casi 2.800 sacerdotes católicos presos, de los que fueron asesinados 1.034; la mayoría, polacos. Un enfrentamiento con los alemanes hubiera provocado mayores represalias incluso. También se acusó a Pío XII de favorecer el ataque de Alemania a la atea Unión Soviética. Graham pudo averiguar que Alemania trató de conseguir la bendición del Papa para la campaña de Rusia, e incluso que la declarara una cruzada, pero no lo consiguió.
Las intrigas vaticanas tuvieron como protagonistas a Leiber, el jesuita asmático, y varias personalidades de los círculos de resistencia de la Iglesia alemana, entre ellos un abogado, Josef Müller, enviado en misión secreta por el enigmático almirante Wilhelm Canaris, director de la agencia militar alemana Abwehr, que no obstante conspiraba con otros generales para derrocar a Hitler. Pío XII fue informado por este canal del comienzo de la invasión en el frente occidental y transmitió esa información a los gobiernos aliados. No le creyeron. También sondeó si los ingleses aceptarían firmar una paz con los generales desafectos a Hitler, pero Winston Churchill no creyó que éstos triunfaran. La historia acabó trágicamente. Tanto Canaris, que llevaba un diario, como uno de sus hombres, Hans Oster, dejaron constancia escrita de todos estos pasos, con el propósito de que la humanidad conociese algún día que hubo alemanes justos que lucharon en la sombra contra el terror nazi. Esos documentos, guardados en una caja fuerte, fueron descubiertos por la Gestapo tras el atentado contra Hitler. Canaris y los demás conspiradores acabaron en un campo de concentración y fueron ejecutados –Canaris habría sido ahorcado con una cuerda de violín para prolongar su agonía–, excepto Josef Müller, que se libró de la muerte por un malentendido de sus captores.
Graham también negó en su momento que el Papa ayudase a escapar a varios criminales nazis al terminar la guerra. Reconoce que hubo cardenales y obispos filonazis que lo hicieron, entre ellos el siniestro monseñor Alois Hudal, pero, según Graham, «Pío XII siempre se negó a recibirlo». Estas redes de evasión no habrían tenido nunca la complicidad oficial del Vaticano, aunque hubiese religiosos implicados. Por otra parte, Graham gozaba de tal prestigio en la Curia que se dice que a principios de los años 90, cuando Juan Pablo II acarició la idea de dimitir por el agravamiento de la enfermedad de Parkinson que lo mortificaba, el jesuita estadounidense recibió el encargo confidencial de redactar un plan para la renuncia del Papa y la elección de un sucesor.
También el padre Blet es entusiasta en su defensa de Pío XII. «Trató por todos los medios de buscar la paz. En cuanto a su relación con los judíos, en los documentos se ve cómo el Papa consideró cuál podía ser el modo mejor para ayudarlos. Quería hacer una declaración pública, pero incluso la Cruz Roja lo desaconsejó, pues habría podido perjudicar mucho más a aquellos que quería ayudar.» Ésa sería la razón por la que no terminó la redacción de la encíclica Humanis Generis Unitas contra el antisemitismo que comenzó su predecesor, Pío XI, y cuyo borrador acabó archivado sine díe en el Archivo Secreto. «Además, hay cientos de documentos en los que las comunidades judías, los rabinos de medio mundo y otros fugitivos de los nazis agradecen a Pío XII y a la Iglesia católica las ayudas. Y el padre Robert Leiber me confirmó que el papa Pacelli usó su fortuna personal para ayudar a los judíos perseguidos», declaró Blet. Incluso el científico Albert Einstein, de ascendencia judía, reconoció el esfuerzo de los católicos. «Nunca antes había apreciado a la Iglesia, pero ahora siento un gran afecto y admiración porque sólo la Iglesia tuvo el coraje y la tenacidad de alinearse en defensa de la verdad intelectual y de la libertad moral», dijo.
Uno de los episodios más rocambo- lescos del pontificado de Pío XII es el supuesto plan de Hitler de secuestrar al Papa, requisar las obras de arte del Vaticano y arrasarlo después a sangre y fuego. Habría sido encargado personalmente por el Führer al general de la SS Karl Wolff en 1943. Wolff asegura que desobedeció las órdenes. Pero Graham le da poca credibilidad a toda la historia. «Las evidencias apuntan a la propaganda de Londres más que a Berlín.» No obstante, es probable que la Santa Sede, si reaccionase a esos rumores, y ante la duda de si eran fundados o no, diseñase un plan para ocultar a Pío XII de las garras de la Gestapo. Se ha escrito que sor Pascualina y el conde Galeazzi tenían preparado un escondite en un chalé a unos cien kilómetros de Roma y que de allí habría huido a España en barco, donde Franco lo hubiera recibido de mil amores. Al parecer, Pío XII se opuso a este plan. «Sólo me sacarán del Vaticano encadenado o con los pies por delante», habría dicho. Sor Pascualina era una mujer valiente, que lo mismo tamizaba la comida del Papa, delicado de estómago, por el pasapurés, que repartía víveres en una camioneta entre los 6.000 judíos escondidos en las iglesias y conventos de Roma. Unos 170 religiosos italianos fueron ejecutados por prestar ayuda a los judíos. Por su memoria y por el esclarecimiento de la verdad histórica, quizá va siendo hora de que el Archivo Secreto Vaticano sea menos hermético.
Carlos Manuel Sánchez
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Robert Graham (en la foto pequeña) fue uno de los pocos hombres de total confianza del papa Pablo VI desde 1966. Destapó la identidad de los espías nazis y aliados que actuaron en el Vaticano.
El padre Graham, un jesuita culto y reservado, fue llamado por Pablo VI con una misión: analizar y recoger toda la información que existía en la Santa Sede sobre los servicios secretos extranjeros que habían operado en el Vaticano, primero, nazis y, luego, comunistas. El resultado: más de 25.000 documentos a los que sólo un selecto grupo de historiadores ha tenido acceso.
«Llamad a Leiber!» El papa Eugenio Pacelli, Pío XII, sólo confiaba en tres personas: Augustin Bea, su confesor, un jesuita; sor Pascualina Lehnert, también llamada la Papisa, su ama de llaves; y Robert Leibert, otro jesuita, su secretario personal y presunto jefe de su servicio secreto, aunque la Santa Sede siempre ha negado tener un servicio secreto. Los tres religiosos eran alemanes. Y los tres lo ayudaron a capear una época tormentosa: Pío XII llegó al papado en vísperas de la Segunda Guerra Mundial (1939) y murió en plena Guerra Fría (1958). Fascismo, nazismo y comunismo fueron sus tres bestias negras. Luchó contra ellos con desigual fortuna y empeño. Hoy por hoy es el Papa más controvertido de la historia contemporánea. Fascistas, nazis y comunistas, a los que hay que añadir británicos y estadounidenses, convirtieron en un nido de espías el Vaticano, la ciudad estado de apenas medio kilómetro cuadrado cuyo PIB no se mide en dólares, sino en almas, según dejó dicho Juan XXIII. No es extraño que el papa Pacelli sólo se fiase de sus más allegados.
Robert Leiber era su hombre para todo. Un cascarrabias, profesor de Historia de la Iglesia, que vivía en la Universidad Gregoriana de Roma, a cinco kilómetros de la Santa Sede, y tenía que dejar lo que estuviese haciendo cada vez que el Papa lo llamaba, ya fuese para escribirle un discurso, para pedirle consejo o para sondear las intenciones de algún emisario. Leiber, asmático, sufría con la espléndida primavera romana. Y se quejaba de que el Papa escatimaba con él. Ni siquiera tenía un chófer a su disposición. El jefe de la red de espionaje más antigua y extensa del planeta viajaba en tranvía o autobús, aunque llegase a la plaza de San Pedro ahogado por las emanaciones de polen de los pinos, plátanos, cipreses y alcanfores. Leiber murió en 1967 de una crisis respiratoria, pero antes destruyó todos sus papeles personales. Una pérdida lastimosa, pero no irreparable, pues del pontificado de Pío XII se conservan 15.430 documentos, 2.500 legajos y 16 millones de cartas. Todo está bajo llave en el Archivo Secreto Vaticano, un búnker subterráneo cuyos intestinos suman 85 kilómetros de pasillos y estanterías. Habrá que esperar hasta 2013 para que esos documentos sean desclasificados y los historiadores puedan arrojar luz sobre un papado lleno de sombras. Hasta la fecha, sólo cuatro estudiosos han tenido acceso a esa información.
«¡Llamad a Graham!» El papa Pablo VI confió en 1966 la tarea de estudiar los papeles de Pío XII a cuatro jesuitas de su absoluta confianza: un italiano, Angelo Martini; un alemán, Burkhart Schneider, un francés, Pierre Blet, y un estadounidense, Robert Graham. Los llamaban `los mosqueteros´ y realizaron una labor enciclopédica que quedó plasmada en 11 tomos en los que se puede seguir casi al minuto la actuación de Pío XII durante la Segunda Guerra Mundial. Si escribieron una historia fidedigna o una versión saneada, sólo se sabrá en la próxima década. Pero Graham, además de reputación de historiador meticuloso, tenía alma de periodista. Escribía a altas horas de la madrugada, escuchando marchas militares, para desesperación de sus vecinos de cuarto. Afable y socarrón, disfrutó con aquel material y, como cualquier periodista, tenía la necesidad de compartir sus hallazgos. Graham destapó las identidades de todos los espías nazis o aliados que actuaron en el Vaticano durante la guerra, además de algunos agentes soviéticos llegados desde el telón de acero en la posguerra. Escribió cientos de artículos para la revista Civiltà Cattolica y recibió con los brazos abiertos durante 30 años, hasta su muerte, a cualquier historiador que se acercase a su caótica habitación en una residencia para religiosos en Roma, donde los papeles, borradores escritos a lápiz y recortes de periódico llegaban hasta el techo. Barra libre.
El estadounidense David Álvarez, profesor de Ciencias Políticas en la Saint Mary School de California, fue uno de los historiadores que pudo consultar el archivo del padre Graham y colaboró con el jesuita en la redacción de un libro sobre las redes de inteligencia en la Santa Sede, Nothing sacred (`Nada es sagrado´), en 1997. Hoy, Álvarez está considerado como el mayor experto mundial en espionaje y diplomacia papal y su obra Spies in the Vatican (`Espías en el Vaticano´) es texto de referencia. «Mientras el padre Graham estuvo vivo, no consideró que sus papeles fuesen secretos, aunque revelasen las identidades y operaciones encubiertas de los espías en el Vaticano. Graham fue generoso compartiendo sus hallazgos. Yo me pasé muchos días hurgando en sus documentos. Ojo, no era una cazaespías ni una especie de Agente 007 pontificio; él se consideraba ante todo un historiador y todo lo que investigó fue en nombre de la historia», puntualiza.
Poco antes de morir, el padre Graham metió como pudo sus papeles, unos 25.000 documentos agrupados en cientos de carpetas, en dos enormes baúles y se marchó a Estados Unidos. La Curia General de los Jesuitas ordenó que los baúles regresasen a Roma después de su fallecimiento. El padre Federico Lombardi, que fue redactor jefe de Graham en Civiltà Cattolica, niega que fuese un secuestro editorial ordenado por el papa Ratzinger cuando todavía era prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe. O que contengan material sensible que puede afectar al proceso de beatificación de Pío XII (que progresa a paso de tortuga) o quizá esclarecer si el KGB estuvo detrás del atentado a Juan Pablo II, en represalia por su apoyo al sindicato Solidaridad, pues Moscú temía que si caía Polonia, el resto del bloque comunista caería por el efecto dominó, como así fue. «Sencillamente, los papeles regresaron a Roma porque el archivero no sabía muy bien qué hacer con ellos en California, y Roma es su lugar natural.» Pero lo cierto es que esos papeles, que siempre estuvieron al alcance de los estudiosos, ahora están bajo custodia del polaco Marek Inglot, director del archivo general de los jesuitas. Y bajo órdenes estrictas del Prepósito General de la Compañía de Jesús, Adolfo Nicolás, el Papa Negro, de no permitir su publicación hasta que Roma levante el veto a toda la documentación sobre Pío XII en el Archivo Secreto Vaticano.
Ese secretismo repentino ha disparado los rumores y todo tipo de teorías circulan ahora sobre el contenido del archivo Graham, de las que se ha hecho eco la revista italiana Panorama. No obstante, si se consultan las hemerotecas se puede reconstruir parte de lo que hay en esas carpetas, pues el padre Graham disfrutaba contando sus fascinantes hallazgos sobre las tramas de espionaje que investigó. También el padre Blet, otro de los mosqueteros, ha hablado sobre los papeles reservados concernientes a Pío XII. Ambos han defendido su pontificado a capa y espada. Para ellos, la leyenda negra del Papa que guardó silencio ante las atrocidades de Hitler es una de las mayores injusticias de la historia. Esa leyenda negra comenzaría en los años 60, según algunas versiones, supuestamente alentada por espías de la Stasi (el servicio secreto de la antigua República Democrática Alemana) y del KGB para desprestigiar a la Santa Sede. Guerra sucia propagandística que todavía hoy sigue coleando.
Para los jesuitas es relativo, cuando no manifiestamente falso, que Pío XII guardase silencio o cerrase los ojos ante la persecución de los judíos. Según publicó The Economist en la necrológica de Graham, «la queja principal de los críticos de Pío XII fue que no hubiera hecho una condena pública del asesinato de judíos cuando la existencia de los campos de exterminio llegó al conocimiento del Vaticano. Se dijo que una declaración así podría haber detenido la matanza. Al menos, una carta pastoral que recordase que matar judíos era pecado hubiera disuadido a los colaboracionistas de entregarlos a los alemanes. Graham dijo que Pío XII, trabajando entre bastidores, ayudó a la resistencia a librar a más de 800.000 judíos de las cámaras de gas, ocultándolos en iglesias y en el mismo Vaticano. Pío XII pensó que hablar públicamente contra los opresores habría empeorado las cosas para judíos y católicos». Sólo en el campo de concentración de Dachau había casi 2.800 sacerdotes católicos presos, de los que fueron asesinados 1.034; la mayoría, polacos. Un enfrentamiento con los alemanes hubiera provocado mayores represalias incluso. También se acusó a Pío XII de favorecer el ataque de Alemania a la atea Unión Soviética. Graham pudo averiguar que Alemania trató de conseguir la bendición del Papa para la campaña de Rusia, e incluso que la declarara una cruzada, pero no lo consiguió.
Las intrigas vaticanas tuvieron como protagonistas a Leiber, el jesuita asmático, y varias personalidades de los círculos de resistencia de la Iglesia alemana, entre ellos un abogado, Josef Müller, enviado en misión secreta por el enigmático almirante Wilhelm Canaris, director de la agencia militar alemana Abwehr, que no obstante conspiraba con otros generales para derrocar a Hitler. Pío XII fue informado por este canal del comienzo de la invasión en el frente occidental y transmitió esa información a los gobiernos aliados. No le creyeron. También sondeó si los ingleses aceptarían firmar una paz con los generales desafectos a Hitler, pero Winston Churchill no creyó que éstos triunfaran. La historia acabó trágicamente. Tanto Canaris, que llevaba un diario, como uno de sus hombres, Hans Oster, dejaron constancia escrita de todos estos pasos, con el propósito de que la humanidad conociese algún día que hubo alemanes justos que lucharon en la sombra contra el terror nazi. Esos documentos, guardados en una caja fuerte, fueron descubiertos por la Gestapo tras el atentado contra Hitler. Canaris y los demás conspiradores acabaron en un campo de concentración y fueron ejecutados –Canaris habría sido ahorcado con una cuerda de violín para prolongar su agonía–, excepto Josef Müller, que se libró de la muerte por un malentendido de sus captores.
Graham también negó en su momento que el Papa ayudase a escapar a varios criminales nazis al terminar la guerra. Reconoce que hubo cardenales y obispos filonazis que lo hicieron, entre ellos el siniestro monseñor Alois Hudal, pero, según Graham, «Pío XII siempre se negó a recibirlo». Estas redes de evasión no habrían tenido nunca la complicidad oficial del Vaticano, aunque hubiese religiosos implicados. Por otra parte, Graham gozaba de tal prestigio en la Curia que se dice que a principios de los años 90, cuando Juan Pablo II acarició la idea de dimitir por el agravamiento de la enfermedad de Parkinson que lo mortificaba, el jesuita estadounidense recibió el encargo confidencial de redactar un plan para la renuncia del Papa y la elección de un sucesor.
También el padre Blet es entusiasta en su defensa de Pío XII. «Trató por todos los medios de buscar la paz. En cuanto a su relación con los judíos, en los documentos se ve cómo el Papa consideró cuál podía ser el modo mejor para ayudarlos. Quería hacer una declaración pública, pero incluso la Cruz Roja lo desaconsejó, pues habría podido perjudicar mucho más a aquellos que quería ayudar.» Ésa sería la razón por la que no terminó la redacción de la encíclica Humanis Generis Unitas contra el antisemitismo que comenzó su predecesor, Pío XI, y cuyo borrador acabó archivado sine díe en el Archivo Secreto. «Además, hay cientos de documentos en los que las comunidades judías, los rabinos de medio mundo y otros fugitivos de los nazis agradecen a Pío XII y a la Iglesia católica las ayudas. Y el padre Robert Leiber me confirmó que el papa Pacelli usó su fortuna personal para ayudar a los judíos perseguidos», declaró Blet. Incluso el científico Albert Einstein, de ascendencia judía, reconoció el esfuerzo de los católicos. «Nunca antes había apreciado a la Iglesia, pero ahora siento un gran afecto y admiración porque sólo la Iglesia tuvo el coraje y la tenacidad de alinearse en defensa de la verdad intelectual y de la libertad moral», dijo.
Uno de los episodios más rocambo- lescos del pontificado de Pío XII es el supuesto plan de Hitler de secuestrar al Papa, requisar las obras de arte del Vaticano y arrasarlo después a sangre y fuego. Habría sido encargado personalmente por el Führer al general de la SS Karl Wolff en 1943. Wolff asegura que desobedeció las órdenes. Pero Graham le da poca credibilidad a toda la historia. «Las evidencias apuntan a la propaganda de Londres más que a Berlín.» No obstante, es probable que la Santa Sede, si reaccionase a esos rumores, y ante la duda de si eran fundados o no, diseñase un plan para ocultar a Pío XII de las garras de la Gestapo. Se ha escrito que sor Pascualina y el conde Galeazzi tenían preparado un escondite en un chalé a unos cien kilómetros de Roma y que de allí habría huido a España en barco, donde Franco lo hubiera recibido de mil amores. Al parecer, Pío XII se opuso a este plan. «Sólo me sacarán del Vaticano encadenado o con los pies por delante», habría dicho. Sor Pascualina era una mujer valiente, que lo mismo tamizaba la comida del Papa, delicado de estómago, por el pasapurés, que repartía víveres en una camioneta entre los 6.000 judíos escondidos en las iglesias y conventos de Roma. Unos 170 religiosos italianos fueron ejecutados por prestar ayuda a los judíos. Por su memoria y por el esclarecimiento de la verdad histórica, quizá va siendo hora de que el Archivo Secreto Vaticano sea menos hermético.
Carlos Manuel Sánchez
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