Fuente: María Canora.
9 agosto, 2020
María Canora
@MariaCanora
La Compañía de Jesús es una de las órdenes religiosas más influyentes de la Iglesia católica. Siempre objeto de controversia y conflicto, desde sus orígenes los jesuitas han estado a la vanguardia del catolicismo como verdaderos agentes políticos e intelectuales. En otros tiempos la orden fue la oveja negra de la Iglesia, fue expulsada de muchos países en varias ocasiones y llegó a ser disuelta, pero hoy tiene el orgullo de estar representada en lo más alto: el papa Francisco es jesuita.
Dentro de la Iglesia Católica existen múltiples corrientes, órdenes y congregaciones que viven su fe y se expresan espiritual y políticamente de formas diversas. Varias de estas órdenes han destacado a lo largo de la historia, ya fuera por su poder e influencia, sus costumbres o sus ideas. Pero existe una especialmente controvertida, amada y odiada a partes iguales, que ha resultado decisiva en la evolución de la Iglesia: la Compañía de Jesús, los jesuitas.
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Agentes sospechosos para la Inquisición, pioneros evangelizadores en Asia y Latinoamérica, milicianos del Papa y castigados por él, intelectuales y científicos, confesores de príncipes, educadores de élites, obreros del pueblo y defensores de migrantes. Los jesuitas han encarnado un cristianismo de múltiples caras a las que desde el año 2013 se le añade una más: la dignidad papal. El papa Francisco, jesuita argentino, está imprimiendo un cambio radical en la Iglesia. Y entenderlo requiere mirar hacia atrás. Quinientos años atrás, concretamente.
Orígenes
La Compañía de Jesús fue fundada en 1534 por el militar español Ignacio de Loyola tras ser herido en batalla y experimentar una reconversión a la fe. Junto a tres compañeros estudiantes de filosofía en París, Loyola desarrolló una espiritualidad moderna de inspiración renacentista que en sus primeros años le valió la desconfianza de la Inquisición. Sin embargo, fue precisamente este carácter moderno y su voluntad de obediencia absoluta a la jerarquía eclesiástica lo que hizo que el papa Pablo III reconociera a la Compañía en 1540 en un contexto de profunda inestabilidad en el cristianismo: el movimiento reformista liderado por Martín Lutero amenazaba la unidad de la hasta entonces todopoderosa Iglesia romana.
Entre otras críticas a la doctrina católica, Lutero negaba la jurisdicción del Papa sobre toda la cristiandad. Esta tensión acabó provocando un cisma en la Iglesia, de la que nacieron numerosas iglesias protestantes. Como respuesta, la Iglesia de Roma inició un proceso de renovación conocido como Contrarreforma, en la que la Compañía de Jesús fue un instrumento fundamental. Los jesuitas destacaron en el Concilio de Trento —convocado como respuesta a la Reforma luterana— por su intelectualidad, combatiendo el movimiento protestante desde la teología. Por otro lado, la Compañía de Jesús consagró su fidelidad al Papa añadiendo un cuarto voto de obediencia absoluta al sumo pontífice a los habituales de pobreza, obediencia y castidad, comunes a todas las órdenes católicas. Los jesuitas se transformaron así en los milicianos del santo padre, reafirmando su autoridad frente a la Reforma y las continuas limitaciones que le imponían las monarquías católicas de España y Francia.
Tras la Reforma el cristianismo occidental se escindió en varias corrientes protestantes, lo que supuso un duro golpe para la autoridad papal.
La Compañía pronto comenzó a aumentar. A su cabeza se situó el padre general, elegido con carácter vitalicio por la Congregación General, máximo órgano de gobierno de la orden, que únicamente se convocaba para tomar decisiones de gran trascendencia. Además, la Compañía se diferenció de otras órdenes religiosas por la larga formación intelectual que tenían que superar sus novicios, que estudiaban filosofía, teología, artes, ciencias y política durante unos siete años.
Educación y misiones
Durante los siglos XVI y XVII los jesuitas se expandieron por Europa, Asia y América con vocación educativa, evangelizadora y misionera. En Europa fundaron cientos de seminarios, colegios y universidades que rápidamente adquirieron gran prestigio. Su sólida preparación teológica y cultural les permitió ascender a posiciones de importancia en el clero y a los consejos de reyes y príncipes, conquistando privilegios especiales y un alto grado de independencia dentro de la jerarquía católica.
Su ambición evangelizadora también los llevó a Asia y Latinoamérica en el contexto de la expansión y colonización española, cuando los jesuitas actuaron como agentes del cristianismo en las actuales India, Japón, China, Filipinas, Brasil, Paraguay, Perú o México. Pronto destacaron por su peculiar manera de evangelizar a los paganos. Al contrario que otras órdenes religiosas que imponían el modo de vida y la religión europea por la fuerza, los jesuitas abordaron su misión desde una perspectiva más antropológica. Su método, conocido como “inculturación”, consistía en sumergirse en la cultura local, aprender su lengua, estudiar sus costumbres e integrarse en su sociedad para después establecer un diálogo religioso con el objetivo de conseguir la conversión al cristianismo de la población nativa. Su defensa de la adaptación del culto cristiano a la cultura local —con la celebración de la misa en chino, cantos litúrgicos en guaraní o indumentaria budista— les hizo ser muy criticados dentro de algunos sectores de la Iglesia.
La Compañía pronto comenzó a aumentar. A su cabeza se situó el padre general, elegido con carácter vitalicio por la Congregación General, máximo órgano de gobierno de la orden, que únicamente se convocaba para tomar decisiones de gran trascendencia. Además, la Compañía se diferenció de otras órdenes religiosas por la larga formación intelectual que tenían que superar sus novicios, que estudiaban filosofía, teología, artes, ciencias y política durante unos siete años.
Educación y misiones
Durante los siglos XVI y XVII los jesuitas se expandieron por Europa, Asia y América con vocación educativa, evangelizadora y misionera. En Europa fundaron cientos de seminarios, colegios y universidades que rápidamente adquirieron gran prestigio. Su sólida preparación teológica y cultural les permitió ascender a posiciones de importancia en el clero y a los consejos de reyes y príncipes, conquistando privilegios especiales y un alto grado de independencia dentro de la jerarquía católica.
Su ambición evangelizadora también los llevó a Asia y Latinoamérica en el contexto de la expansión y colonización española, cuando los jesuitas actuaron como agentes del cristianismo en las actuales India, Japón, China, Filipinas, Brasil, Paraguay, Perú o México. Pronto destacaron por su peculiar manera de evangelizar a los paganos. Al contrario que otras órdenes religiosas que imponían el modo de vida y la religión europea por la fuerza, los jesuitas abordaron su misión desde una perspectiva más antropológica. Su método, conocido como “inculturación”, consistía en sumergirse en la cultura local, aprender su lengua, estudiar sus costumbres e integrarse en su sociedad para después establecer un diálogo religioso con el objetivo de conseguir la conversión al cristianismo de la población nativa. Su defensa de la adaptación del culto cristiano a la cultura local —con la celebración de la misa en chino, cantos litúrgicos en guaraní o indumentaria budista— les hizo ser muy criticados dentro de algunos sectores de la Iglesia.
El jesuita Matteo Ricci con Xu Guangqi, burócrata chino de la dinastía Ming, en una publicación china de 1607. Fuente: Wikimedia
Los siglos XVII y XVIII fueron un periodo de expansión, estructuración y consolidación misionera en los territorios de ultramar, especialmente en América. La Compañía de Jesús jugó un papel clave en la colonización española, conteniendo la expansión portuguesa a lo largo de una frontera poco definida, viajando por el territorio y fundando misiones en las zonas limítrofes. El propósito de los jesuitas era aprovechar la fundación de los poblados indígenas, las “reducciones”, para construir una sociedad desde cero alejada de los males y la corrupción moral de la sociedad europea. Las reducciones jesuíticas se convirtieron en poblados comunitarios con estructuras administrativas, económicas y culturas muy avanzadas, basadas en el sincretismo religioso entre las culturas indígena y cristiana.
Sin embargo, la prosperidad e independencia de las reducciones y la beligerancia de los jesuitas contra los cazadores de esclavos y el resto de los colonizadores comenzó a generar malestar en las monarquías europeas a mediados del siglo XVIII. En 1754 los indígenas guaraníes de las misiones jesuíticas se enfrentaron a las fuerzas españolas y portuguesas con motivo del Tratado de Madrid, que redefinía la frontera entre ambas potencias e implicaba cambios en el territorio indígena. Los jesuitas fueron acusados de instigar la resistencia, no solo en las colonias, sino también en Europa. Algunos intelectuales jesuitas habían desarrollado incluso el concepto de tiranicidio, que justificaba el asesinato del rey en el caso de que este se volviese un tirano.
La creciente influencia cultural y política de los jesuitas, sus desacuerdos con los teóricos de la Ilustración y, sobre todo, su voto de obediencia al Papa hicieron que los reyes europeos les consideraran una amenaza para su despotismo ilustrado. En 1758 fueron expulsados de Portugal y sus dominios, y en 1767 de España y sus territorios de ultramar. La fuerte presión de los Gobiernos católicos hizo que el Papa Clemente XIV disolviera a la Compañía en 1773. Algunos jesuitas fueron apresados, otros optaron por convertirse al clero secular. Sin embargo, unos pocos cientos se refugiaron en Rusia, aceptando la oferta de asilo de la zarina Catalina la Grande, que se negó a promulgar el edicto de supresión emitido por el Papa.
La Compañía de Jesús no fue restituida hasta 41 años más tarde, en 1814. La ideología liberal y anticlerical nacida en la Revolución francesa y consolidada en las guerras de independencia hispanoamericanas amenazaba el poder de la Iglesia y las monarquías europeas. En su lucha por defender el Antiguo Régimen, el Papado devolvió a la vida a su milicia, aunque eso no significa que la Compañía fuera bien recibida. Durante el siglo XIX los jesuitas fueron expulsados de los territorios donde se produjeron revoluciones liberales tanto en Europa como en Latinoamérica: en 1834 de Portugal, en 1848 de Austria, en 1850 de Colombia o en 1852 de Ecuador, entre otros. Pese a todo, la Compañía siguió creciendo en número e influencia a través de su labor educativa y misionera gracias a su cercanía con las élites conservadoras.
Nacer de nuevo: el aggiornamiento
La devastadora desigualdad social y económica consecuencia de la Revolución Industrial hizo que paulatinamente la Compañía de Jesús cuestionara su forma de relacionarse con el mundo. Los intelectuales jesuitas abordaron la cuestión obrera y desarrollaron el concepto de “justicia social”, sentando las bases para la futura doctrina social de la Iglesia. En el contexto de las graves convulsiones políticas a principios del siglo XX y las dos guerras mundiales, los jesuitas mantuvieron una relación ambivalente con los fascismos europeos. Cada vez más cercanos al pueblo y críticos con el poder, la Compañía se puso de lado de la resistencia contra los nazis. En España, tras ser readmitidos por Franco —pues habían sido nuevamente expulsados por el Gobierno izquierdista de la Segunda República—, los jesuitas se unieron al movimiento obrero y sindical, dándole la espalda a la Iglesia católica, que colaboraba con el régimen franquista, y abriendo una brecha con la Santa Sede.
A finales de los años sesenta se evidenció la crisis interna que se vivía en la Iglesia católica. Con el objetivo de renovarla y abrirse al mundo, el papa Juan XXIII convocó en 1962 el Concilio Vaticano II, que reunió a los obispos para debatir y tomar decisiones que diesen respuesta al deseo de aggiornamiento (‘actualización’, en italiano) de las bases cristianas. La polarización política de los obispos complicó los acuerdos, aunque en última instancia triunfó el bando progresista: se promulgó un decreto sobre el derecho de las personas a la libertad religiosa, se abandonó el latín como lengua oficial de culto, acercando la liturgia a las personas, y se declaró la opción preferencial por los pobres y la defensa de los marginados. El Concilio Vaticano II marcó un punto de inflexión en el catolicismo. Y fruto de estos debates surgió en América Latina una nueva corriente cristiana marxista: la Teología de la Liberación, que se posicionó en contra de las dictaduras militares y a favor de los movimientos políticos populares de liberación de los años sesenta, setenta y ochenta.
Inauguración del Concilio Vaticano II en la basílica de San Pedro en 1962. Fuente: Wikimedia
En este contexto, la Compañía de Jesús sufrió una rápida refundación. Encomendados por el papa, los jesuitas se volcaron en el aggiornamiento apoyando a las comunidades eclesiales de base en Latinoamérica y defendiendo la justicia social. Esto significó la apoteosis de la orden, que a mediados de los sesenta llegó a tener más de 36.000 miembros repartidos por el mundo. En este marco es elegido como padre superior el jesuita vasco Pedro Arrupe, que profundizó aún más en el giro progresista de la Compañía, afirmando que existía un vínculo inseparable entre la fe y la promoción de la justicia. En esos años los jesuitas se opusieron a las dictaduras en Argentina, Chile, Colombia, Nicaragua, Honduras y El Salvador, llegando a participar incluso en los movimientos revolucionarios guerrilleros.
La llegada al poder del papa polaco Juan Pablo II en 1978 alteró radicalmente la relación de la Santa Sede con la Compañía. Juan Pablo II, feroz anticomunista, dio un giro a la visión geopolítica del Vaticano, que en plena Guerra Fría se posicionó junto a Estados Unidos en contra de la URSS e incluso fue acusado de colaborar con la CIA. Las tendencias marxistas de los jesuitas y su compromiso con la Teología de la Liberación en Centroamérica les granjeó graves tensiones con el sumo pontífice. El padre Arrupe luchó por conciliar la beligerancia jesuita con el voto de obediencia al papa hasta 1981, cuando sufrió una embolia que le incapacitó. El papa aprovechó el momento de debilidad de la Compañía: intervino en el proceso de elección del nuevo padre general y nombró unilateralmente al anciano jesuita conservador Paolo Dezza como delegado personal, dándole plenos poderes en la orden. Los jesuitas reaccionaron con gran indignación, pero aceptaron con obediencia la decisión papal.
No fue hasta dos años después que el papa permitió convocar nuevas elecciones en el seno de la Compañía. La Congregación General eligió al padre Kolvenbach, un sacerdote neerlandés de perfil bajo, alejado de la Teología de la Liberación y que había vivido hasta entonces en Oriente Próximo. Su misión, cicatrizar las heridas con la Santa Sede, no dio demasiado resultado, pero Kolvenbach lideró la orden durante algo más de dos décadas con prudencia y discreción, evitando nuevos enfrentamientos con la jerarquía eclesiástica. El número de nuevos miembros disminuyó significativamente.
La muerte de Juan Pablo II en 2005 no cambió en un inicio la línea política trazada por el Vaticano. Su sucesor, el alemán Benedicto XVI, también conservador, no profesaba gran simpatía por los jesuitas. No extraña así que la elección de un nuevo padre superior jesuita en la línea de Arrupe en 2008, tras la retirada de Kolvenvach, molestara mucho al Papado, y se llegó a rumorear que la Compañía iba a ser intervenida una vez más.
Un jesuita en la Santa Sede
En febrero de 2013 sucedió un hecho histórico: el papa Benedicto XVI renunció al pontificado alegando falta de fuerzas. Los últimos años no habían sido fáciles en la Santa Sede: los escándalos de pederastia y las filtraciones de documentos secretos que involucraban al Vaticano en casos de corrupción parecían haber extenuado al santo padre. Con todo, lo que sucedió a continuación era aún más improbable. Tan solo veinticinco años tras la intervención papal en la Compañía y doscientos años después de su disolución, el cónclave eligió al primer papa jesuita de la historia: el obispo de Buenos Aires Jorge Mario Bergoglio, en lo sucesivo papa Francisco. Además, Francisco también sería el primer no europeo en más de 1200 años.
Fueron muchas las voces que dijeron que esta elección respondía a un cambio cosmético de la Iglesia orientado a contener la crisis de credibilidad a que se enfrentaba el Vaticano, o incluso un giro puramente estratégico para frenar la sangría de creyentes católicos frente a la Iglesia evangélica en América Latina. Sin embargo, Francisco demostró en poco tiempo su disposición a acometer reformas que devolvieran la fuerza al espíritu del Concilio Vaticano II, atendiendo tanto al interior como al exterior de la Iglesia y a nivel estructural, doctrinal y político.
El alto nivel de despilfarro, unido al déficit estructural del Vaticano y la falta de transparencia en sus cuentas, hicieron que el papa reformara la Curia Romana y lanzara una profunda reestructuración económica y financiera de la Santa Sede. En el ámbito político, Francisco ha seguido una marcada línea progresista haciendo una férrea defensa de los migrantes y el medio ambiente, y enfrentándose abiertamente con partidos de ultraderecha europeos como el italiano Liga o el español VOX por sus posicionamientos xenófobos y racistas. Sin embargo, a nivel doctrinal el papa se ha mostrado tibio en temas sobre los que existía una gran expectativa, como el papel de la mujer dentro de la Iglesia, la homosexualidad, el divorcio y el celibato de los sacerdotes.
Sin duda, abordar estos temas en el seno de la Iglesia no es tarea fácil. Los sectores más rigoristas se han opuesto completamente a la corriente aperturista de Francisco, y el papa parece haber optado por evitar el enfrentamiento directo y mantener un perfil bajo mientras se asegura apoyos. En octubre de 2019, Francisco nombró a trece nuevos cardenales, cada uno de un país diferente y pertenecientes a ocho congregaciones distintas, tres de ellos jesuitas. Estos nombramientos han culminado la renovación del colegio cardenalicio, órgano que brinda asesoría al sumo pontífice y que elige al nuevo papa en caso de fallecimiento o renuncia. La llegada de los nuevos cardenales ha dado a Francisco mayoría absoluta en el cónclave, lo que afianza sus reformas, asegura que su sucesor continúe su línea progresista y le resta poder a los cardenales europeos en la dirección del cristianismo, una religión global.
El futuro de la Compañía
Tras muchas décadas de enfrentamiento con el Papado, la Compañía de Jesús disfruta ahora del beneplácito de la más alta autoridad de la Iglesia, lo que ha supuesto un impulso a sus actividades. Pese a todo, los tiempos han cambiado: la Compañía sigue siendo una de las órdenes católicas más numerosas e influyentes del mundo, pero está muy lejos de contar con los 36.000 milicianos de su época dorada. Según el último censo, de 2013, la Compañía de Jesús está integrada por algo más de 17.000 jesuitas. El acelerado descenso de las vocaciones y el envejecimiento de sus miembros no son fáciles de resolver, aunque esos problemas sean compartidos en general por todas las órdenes religiosas. En España, cuna de la Compañía, los seminarios cierran poco a poco por la falta de novicios.
A pesar de todo, los jesuitas no renuncian a mantenerse en la vanguardia del mundo cristiano. La Teología de la Liberación no está hoy en el centro del debate religioso, pero las desigualdades sociales que dieron lugar a su nacimiento se han agravado. La capacidad de adaptación a los nuevos tiempos de los jesuitas les permite continuar su trabajo educativo y de cooperación internacional, creando redes y apoyándose cada vez más en personal laico. Con más de 4.000 centros educativos, doscientas universidades, más de trescientas ONG y decenas de editoriales, emisoras de radio y think tanks por todo el mundo, la milicia de san Ignacio de Loyola todavía es una fuerza política beligerante que seguirá teniendo un papel fundamental en una Iglesia cada vez más dividida.
En este contexto, la Compañía de Jesús sufrió una rápida refundación. Encomendados por el papa, los jesuitas se volcaron en el aggiornamiento apoyando a las comunidades eclesiales de base en Latinoamérica y defendiendo la justicia social. Esto significó la apoteosis de la orden, que a mediados de los sesenta llegó a tener más de 36.000 miembros repartidos por el mundo. En este marco es elegido como padre superior el jesuita vasco Pedro Arrupe, que profundizó aún más en el giro progresista de la Compañía, afirmando que existía un vínculo inseparable entre la fe y la promoción de la justicia. En esos años los jesuitas se opusieron a las dictaduras en Argentina, Chile, Colombia, Nicaragua, Honduras y El Salvador, llegando a participar incluso en los movimientos revolucionarios guerrilleros.
La llegada al poder del papa polaco Juan Pablo II en 1978 alteró radicalmente la relación de la Santa Sede con la Compañía. Juan Pablo II, feroz anticomunista, dio un giro a la visión geopolítica del Vaticano, que en plena Guerra Fría se posicionó junto a Estados Unidos en contra de la URSS e incluso fue acusado de colaborar con la CIA. Las tendencias marxistas de los jesuitas y su compromiso con la Teología de la Liberación en Centroamérica les granjeó graves tensiones con el sumo pontífice. El padre Arrupe luchó por conciliar la beligerancia jesuita con el voto de obediencia al papa hasta 1981, cuando sufrió una embolia que le incapacitó. El papa aprovechó el momento de debilidad de la Compañía: intervino en el proceso de elección del nuevo padre general y nombró unilateralmente al anciano jesuita conservador Paolo Dezza como delegado personal, dándole plenos poderes en la orden. Los jesuitas reaccionaron con gran indignación, pero aceptaron con obediencia la decisión papal.
No fue hasta dos años después que el papa permitió convocar nuevas elecciones en el seno de la Compañía. La Congregación General eligió al padre Kolvenbach, un sacerdote neerlandés de perfil bajo, alejado de la Teología de la Liberación y que había vivido hasta entonces en Oriente Próximo. Su misión, cicatrizar las heridas con la Santa Sede, no dio demasiado resultado, pero Kolvenbach lideró la orden durante algo más de dos décadas con prudencia y discreción, evitando nuevos enfrentamientos con la jerarquía eclesiástica. El número de nuevos miembros disminuyó significativamente.
La muerte de Juan Pablo II en 2005 no cambió en un inicio la línea política trazada por el Vaticano. Su sucesor, el alemán Benedicto XVI, también conservador, no profesaba gran simpatía por los jesuitas. No extraña así que la elección de un nuevo padre superior jesuita en la línea de Arrupe en 2008, tras la retirada de Kolvenvach, molestara mucho al Papado, y se llegó a rumorear que la Compañía iba a ser intervenida una vez más.
Un jesuita en la Santa Sede
En febrero de 2013 sucedió un hecho histórico: el papa Benedicto XVI renunció al pontificado alegando falta de fuerzas. Los últimos años no habían sido fáciles en la Santa Sede: los escándalos de pederastia y las filtraciones de documentos secretos que involucraban al Vaticano en casos de corrupción parecían haber extenuado al santo padre. Con todo, lo que sucedió a continuación era aún más improbable. Tan solo veinticinco años tras la intervención papal en la Compañía y doscientos años después de su disolución, el cónclave eligió al primer papa jesuita de la historia: el obispo de Buenos Aires Jorge Mario Bergoglio, en lo sucesivo papa Francisco. Además, Francisco también sería el primer no europeo en más de 1200 años.
Fueron muchas las voces que dijeron que esta elección respondía a un cambio cosmético de la Iglesia orientado a contener la crisis de credibilidad a que se enfrentaba el Vaticano, o incluso un giro puramente estratégico para frenar la sangría de creyentes católicos frente a la Iglesia evangélica en América Latina. Sin embargo, Francisco demostró en poco tiempo su disposición a acometer reformas que devolvieran la fuerza al espíritu del Concilio Vaticano II, atendiendo tanto al interior como al exterior de la Iglesia y a nivel estructural, doctrinal y político.
El alto nivel de despilfarro, unido al déficit estructural del Vaticano y la falta de transparencia en sus cuentas, hicieron que el papa reformara la Curia Romana y lanzara una profunda reestructuración económica y financiera de la Santa Sede. En el ámbito político, Francisco ha seguido una marcada línea progresista haciendo una férrea defensa de los migrantes y el medio ambiente, y enfrentándose abiertamente con partidos de ultraderecha europeos como el italiano Liga o el español VOX por sus posicionamientos xenófobos y racistas. Sin embargo, a nivel doctrinal el papa se ha mostrado tibio en temas sobre los que existía una gran expectativa, como el papel de la mujer dentro de la Iglesia, la homosexualidad, el divorcio y el celibato de los sacerdotes.
Sin duda, abordar estos temas en el seno de la Iglesia no es tarea fácil. Los sectores más rigoristas se han opuesto completamente a la corriente aperturista de Francisco, y el papa parece haber optado por evitar el enfrentamiento directo y mantener un perfil bajo mientras se asegura apoyos. En octubre de 2019, Francisco nombró a trece nuevos cardenales, cada uno de un país diferente y pertenecientes a ocho congregaciones distintas, tres de ellos jesuitas. Estos nombramientos han culminado la renovación del colegio cardenalicio, órgano que brinda asesoría al sumo pontífice y que elige al nuevo papa en caso de fallecimiento o renuncia. La llegada de los nuevos cardenales ha dado a Francisco mayoría absoluta en el cónclave, lo que afianza sus reformas, asegura que su sucesor continúe su línea progresista y le resta poder a los cardenales europeos en la dirección del cristianismo, una religión global.
El futuro de la Compañía
Tras muchas décadas de enfrentamiento con el Papado, la Compañía de Jesús disfruta ahora del beneplácito de la más alta autoridad de la Iglesia, lo que ha supuesto un impulso a sus actividades. Pese a todo, los tiempos han cambiado: la Compañía sigue siendo una de las órdenes católicas más numerosas e influyentes del mundo, pero está muy lejos de contar con los 36.000 milicianos de su época dorada. Según el último censo, de 2013, la Compañía de Jesús está integrada por algo más de 17.000 jesuitas. El acelerado descenso de las vocaciones y el envejecimiento de sus miembros no son fáciles de resolver, aunque esos problemas sean compartidos en general por todas las órdenes religiosas. En España, cuna de la Compañía, los seminarios cierran poco a poco por la falta de novicios.
A pesar de todo, los jesuitas no renuncian a mantenerse en la vanguardia del mundo cristiano. La Teología de la Liberación no está hoy en el centro del debate religioso, pero las desigualdades sociales que dieron lugar a su nacimiento se han agravado. La capacidad de adaptación a los nuevos tiempos de los jesuitas les permite continuar su trabajo educativo y de cooperación internacional, creando redes y apoyándose cada vez más en personal laico. Con más de 4.000 centros educativos, doscientas universidades, más de trescientas ONG y decenas de editoriales, emisoras de radio y think tanks por todo el mundo, la milicia de san Ignacio de Loyola todavía es una fuerza política beligerante que seguirá teniendo un papel fundamental en una Iglesia cada vez más dividida.
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