Hipólito Mejía, expresidente de la República.
El expresidente Hipólito Mejía destacó el papel protagónico en la educación técnico vocacional y en la investigación científica realizado por la Compañía de Jesús desde su instalación en el país en 1934.
Durante la presentación del libro “Instituto Politécnico Loyola, sesenta y siete años después, La vida y peripecias de una escuela modelo”, el exmandatario dijo: “Hoy, sesenta y siete años después de iniciarse la vida de esta institució, la cual quiero y a la cual agradezco, me siento especialmente honrado de que se me haya brindado la oportunidad de presentar este importante libro".
Dijo que el texto fue escrito por el padre José Luis Sáez y recoge la vida y peripecias de lo que él llama. con mucha propiedad, una escuela modelo.
Afirmó que Sáez, sin lugar a dudas, es el historiador más consistente sobre la trayectoria de los jesuitas en la República Dominicana.
En efecto, sus dos volúmenes publicados entre 1988 y 1990 constituyen un referente obligatorio para entender este nuevo libro sobre el discurrir del Instituto Politécnico Loyola, dijo.
Mediante un comunicado manifestó: “El libro está dividido en seis capítulos y un apéndice documental que, juntos, permiten al lector seguir la narrativa de un proceso donde participan personas e instituciones en contextos históricos muy particulares y complejos”.
Sostuvo que el autor ha construido esa narrativa con especial destreza.
Resaltó que el punto de partida de ese relato se sitúa en el período 1951-1953.
“Es bueno recordar que el establecimiento de los jesuitas en el país se hace definitivo a partir de la misión fronteriza que, empezando en el año 1934, comenzó a configurarse en la línea noroeste, particularmente en Montecristi, Guayubín, Dajabón y Sabaneta", afirmó.
A continuación el discurso integro de Mejía:
Me siento muy contento de participar en este acto, en ocasión de presentar el contenido y la significación del libro Instituto Politécnico Loyola: 67 años después. La vida y peripecias de una escuela modelo, de la autoría del padre José Luis Sáez.
Meses atrás, tuve el privilegio de recibir la invitación para escribir la presentación de este importante libro. En esa presentación señalé algo que hoy reitero con mucha satisfacción: que mi educación en las aulas del querido Loyola ha sido determinante, tanto en mi vida personal como en mi trayectoria de hombre público.
El padre José Luis Sáez es, sin lugar a dudas, el historiador más consistente sobre la trayectoria de los jesuitas en la República Dominicana. En efecto, sus dos volúmenes sobre los jesuitas en el país, publicados entre 1988 y 1990, constituyen un referente obligatorio para entender este nuevo libro sobre el discurrir del Instituto Politécnico Loyola.
El libro que hoy presentamos está dividido en seis capítulos y un apéndice documental que, juntos, permiten al lector seguir la narrativa de un proceso donde participan personas e instituciones en contextos históricos muy particulares y complejos. Pienso que el autor ha construido esa narrativa con especial destreza.
El punto de partida de ese relato se sitúa en el período 1951-1953.
En efecto, es bueno recordar que el establecimiento de los jesuitas en el país se hace definitivo a partir de la misión fronteriza que, empezando en el año 1934, comenzó a configurarse en la línea noroeste, particularmente en Montecristi, Guayubín, Dajabón y Sabaneta.
Esa misión, como bien lo establece el padre José Luis Sáez, tenía como objetivo lograr “la nacionalización de distintas regiones fronterizas a partir del cultivo del amor a la tierra, la difusión del idioma castellano, el respeto a las autoridades constituidas legalmente, en la observación estricta de las leyes, y en la celebración de las fiestas patrias, entre otras dimensiones de lo que en esa época se entendía como la correcta identidad dominicana.
Recordemos que estamos hablando del inicio del régimen autoritario que desde el año 1930, encabezó Rafael Leónidas Trujillo Molina.
De manera, pues, que cuando los primeros jesuitas llegan a San Cristóbal, lo hacen, en gran medida, como parte de las iniciativas del gobierno dominicano a favor de la educación técnica.
Es de justicia destacar que una buena parte de esos jesuitas procedía principalmente de España y Cuba, países con un nivel de desarrollo muy superior al nuestro, en ese momento.
¿Por qué se creó el Instituto Politécnico Loyola?
El autor nos dice que ya para el año 1947, en este lugar donde nos encontramos, existía un complejo de seis edificios que estaban llamados a ser parte del Instituto Agrícola Nacional.
Por razones que el autor también explica, ese instituto nunca llegó a funcionar, pero los edificios pasaron a ser utilizados como sede de la Secretaría de Estado de Agricultura, Pecuaria y Colonización.
Es en ese contexto que, en el año 1951, el padre Luis González-Posada, propone al presidente Trujillo replicar en ese lugar el modelo de la Escuela Obrera que dirigía la Compañía de Jesús en La Habana, Cuba.
Ese es un momento crucial de la narrativa, por el hecho de que entra en el escenario una figura fundamental para entender la historia del Loyola. Me refiero, por supuesto, al padre Ángel Arias Juez, quien era el director de dicha escuela.
El padre Arias Juez, graduado de ingeniero eléctrico, había constatado en Cuba, país que a la sazón tenía un nivel de desarrollo muy destacado en América Latina, que la formación de profesionales y técnicos de alta calificación era una condición necesaria para garantizar la sostenibilidad del desarrollo de los países.
No es coincidencia, pues, que las carreras que se consideraron vitales para ser impartidas en el Loyola, en ese momento, fueran mecánica diésel, radio y televisión.
Es bueno destacar, además, que en ese pensum original no se hacía mención de la agronomía, aunque posteriormente la misma sería incorporada con un rol protagónico.
Todos esos esfuerzos, dirigidos por el padre Arias Juez, y con el apoyo directo y personal del presidente Trujillo, desembocaron en la inauguración del Instituto Politécnico Loyola el 24 de octubre de 1952, iniciando las clases el día 3 de noviembre de ese mismo año, con una matrícula de 691 estudiantes.
Como indica el autor, la visión educativa de los jesuitas fundadores del Loyola, al tiempo de procurar la rigurosa formación de técnicos altamente calificados, también enfatizaba la educación en valores trascendentes, tales como la moral, la ética, la solidaridad y el amor a Dios.
Ese propósito requirió la contratación de profesores extranjeros altamente calificados, ya que el país no contaba con recursos de ese perfil.
Es por eso que, como indica el padre Sáez, a fines de 1953 se contrataron ocho profesores, en su mayoría españoles, al tiempo que se reforzaba el personal de la escuela de agronomía con tres especialistas en las ramas de química, horticultura y veterinaria.
Es esa educación la que impactó de manera inmediata la vida de San Cristóbal y sus zonas aledañas, especialmente, porque fueron creadas las condiciones para que parte de los estudiantes residiera como internos en los dormitorios, mientras que otros podían acogerse a un régimen de semi-internado.
En adición, se estableció el transporte gratuito de estudiantes en autobuses del Loyola y se adoptó el novedoso modelo de cursos nocturnos para obreros.
Eso permitió que estudiantes de escasos recursos económicos pudieran recibir una educación técnica que, además de permitirles su movilidad social, fortaleciera el desarrollo de los sectores productivos de ese momento.
Los jesuitas tuvieron la visión de dividir la estructura académica en dos ciclos: escuelas preparatorias y escuelas técnicas. Ese modelo sirvió para que a las carreras técnicas ingresaran estudiantes bien formados.
Aunque, como vimos antes, la carrera de agronomía no formaba parte del pensum original del Loyola, para el año 1954 esa carrera empieza a convertirse en una carrera líder. A eso contribuyó, significativamente, el traspaso al politécnico de terrenos pertenecientes a la Secretaría de Estado de Agricultura.
Una persona que jugó un papel fundamental en la consolidación y expansión de la escuela agropecuaria del Loyola fue el ingeniero Andrés M. Vloebergh, de nacionalidad francesa, quien dirigió, con destacada competencia, el equipo de técnicos especialistas de esa escuela.
El resultado del esfuerzo de todas estas personas, dominicanos y extranjeros fue la celebración, el 13 de junio de 1958, de la primera graduación colectiva del Loyola.
De esos 19 egresados, siete eran peritos agrónomos, y doce, peritos industriales en las áreas de motores diésel, radio y televisión, electricidad, fundición y automovilismo.
Un dato curioso es que esa graduación colectiva estuvo precedida por la investidura, el 26 de mayo de 1956, de Gerardo Peralta Lebrón, quien se graduó en solitario, como el primer técnico industrial egresado de esta institución.
¡Para confirmar la certeza de la visión jesuita sobre este centro educativo, debemos destacar, como bien lo hace el autor, que esos graduados encontraron trabajo rápidamente, tanto en el gobierno como en empresas privadas!
Otro hecho a resaltar es que, desde esa primera graduación hasta la fecha, una parte de los egresados se ha convertido en profesores e instructores en las mismas aulas donde antes se forjaron.
También conviene destacar que, al salir de estas aulas, los egresados no olvidaron a la institución que los formó, sino que desde el inicio dieron el paso de crear la Asociación de Antiguos Alumnos del Loyola, que fue la génesis de la hoy Fundación Loyola.
A los fines de entender mejor el significado de los hechos que acabamos de narrar, es importante dar una mirada a lo que era la República Dominicana en aquel momento.
“Para empezar, la población nacional estaba constituida por dos millones doscientos mil habitantes, de los cuales, cerca del 77 % vivía en la zona rural.
La economía dominicana se sostenía, principalmente, en el sector primario, es decir, la agricultura, la ganadería, la industria maderera, y la pesca, entre otros. Una industria fundamental era la formada por los ingenios azucareros.
Asimismo, el tabaco, el arroz, el café y el cacao eran cultivos que generaban ingentes empleos, teniendo además una dinámica comercial muy activa.
En ese mundo rural dominicano, al tiempo que había latifundios, cientos de miles de familias vivían en una economía de autoconsumo, en pequeños predios rurales distribuidos por toda la geografía nacional. Una gran parte de los estudiantes que venían al Instituto Loyola procedían de ese mundo rural.
Obviamente, ese contexto histórico es inseparable del régimen político vigente. Es decir, vivíamos en un régimen autoritario y personalista encabezado por Rafael Leónidas Trujillo, y esa figura política tenía en la ciudad de San Cristóbal una de sus principales bases de operaciones, con una vigilancia meticulosa de todo lo que allí ocurría, y obviamente, esa presencia de Trujillo en la vida cotidiana de San Cristóbal, tenía un impacto directo en la relación de los jesuitas que dirigían el Loyola con todas las instituciones del Estado dominicano.
En ese contexto de autoritarismo era necesario que los jesuitas del Loyola, para poder convivir en el régimen y adelantar su proyecto, tuvieran que flexibilizar sus demandas, al tiempo de preservar sus principios éticos y religiosos.
Por todas esas razones, durante la mayor parte del régimen trujillista, el Loyola casi siempre pudo disponer del presupuesto necesario para desarrollar ese proyecto educativo. Sin embargo, el autor de este libro afirma que, a partir del año 1957, justo el año en que yo ingresé a esta institución, el presupuesto “inició una curva descendente.
Por tal motivo, el politécnico en ese año solicitó “que su personal pasara a la nómina del Estado, como los demás empleados públicos, pensando en la posibilidad de hacer algunos ahorros”.
Las limitaciones presupuestarias que pudieron presentarse durante esos años, fueron cubiertas, en gran medida, por la austeridad y las destrezas gerenciales que caracterizan a los miembros de la Orden de los Jesuitas. Sin embargo, esa relativa seguridad financiera cambió a partir del 30 de mayo de 1961, cuando desapareció físicamente Trujillo.
El autor dedica un capítulo bajo el título “El Largo Camino de la Estabilidad (1962-1974)” para informarnos de todo lo que hizo la dirección del Loyola para enfrentar con éxito los desafíos que imponía su nuevo relacionamiento con el Estado, y con la sociedad en sentido general.
Para empezar, en el año 1961, con la caída de la dictadura, se abren las puertas hacia la construcción de la democracia dominicana.
Obviamente, esos aires de libertad también llegaron al estudiantado del politécnico, creando así iniciativas estudiantiles que en muchos casos se tornaban contestatarias y difíciles de manejar para los jesuitas.
Un ejemplo ilustrativo es lo que el autor llama “la primera acción simbólica contra el Politécnico por parte de los mismos alumnos” consistente en la destrucción del busto de Trujillo ubicado a la entrada del auditorio menor.
En ese contexto, el politécnico, ahora teniendo como rector al padre Silvio González, quien sustituyó al padre Arias en el año 1962, inicia un proceso de mejora de su planta física, el cual incluyó la construcción de una biblioteca pública, de la escuela primaria Loyola y el inicio de un proyecto de vivienda para beneficiar a los empleados y profesores.
Todo eso fue acompañado de un incremento notable del personal jesuita.
“En esa nueva etapa, vale destacar el hecho de que se consolida el peso específico de la carrera de agronomía en el Loyola.
En efecto, la institución recibió una importante cantidad de terrenos, en su mayoría de vocación agrícola, para actividades de capacitación e investigación en esa área.
El Politécnico Loyola se convirtió así en la institución por excelencia para el estudio de las ciencias agrícolas en el país.
Un hecho que el autor examina de manera muy meticulosa es el impacto de los procesos propiamente políticos, derivados de la guerra civil de abril de 1965, en la vida académica del Loyola.
Ejemplo de ese impacto es la propuesta hecha en el año 1968 por la Agencia Internacional para el Desarrollo (AID), a los fines de revisar el currículo y la estructura administrativa de esta institución. Esa propuesta nunca se materializó.
Es importante anotar, como bien lo señala el autor, que, en ese momento, el estudiantado del politécnico asume un rol protagónico sin precedentes.
Ese activismo estudiantil derivó en conflictos internos entre los estudiantes organizados en su asociación, así como entre los profesores y la dirección de la institución.
En el contexto de efervescencia política que vivía el país, ese conflicto interno llegó a unos niveles de tal magnitud que los jesuitas se llegaron a plantear la opción de entregarle la dirección del politécnico al Estado. Esa propuesta, felizmente, nunca llegó a materializarse.
Superado ese período de inestabilidad, la etapa comprendida entre 1974 y 1993 es examinada por el autor como el equivalente a una época de consolidación institucional, expansión curricular, búsqueda de sostenibilidad presupuestaria y desarrollo científico del Instituto Politécnico Loyola, así como de una nueva articulación con la economía y la sociedad dominicana.
Todos esos esfuerzos de los padres jesuitas, así como de los egresados de esta institución sirvieron para dar un salto cualitativo en el estatus del Loyola dentro de la comunidad académica dominicana.
Así, en el año 1986 se iniciaron las gestiones para que se reconociese al Loyola como un centro de educación superior que se ajustaba a las normas establecidas por el Estado.
Es en el año 1992 cuando se hace una revisión a fondo del currículo y se definen políticas para aumentar el número de egresados y reducir la deserción de los estudiantes. Eso pudo lograrse, en gran medida, por el fortalecimiento de los lazos de esta institución con el sector privado, que demandaba de profesionales calificados en diversas áreas.
Un hito en la historia del Instituto Politécnico Loyola ocurrió en el año escolar 1994-1995, al inscribirse las primeras alumnas en esta institución, siendo su primera egresada de agronomía la muy querida Jeimy Jiménez Brito.
En el último capítulo, titulado “Vocación de Crecimiento”, el autor documenta lo ocurrido en el Loyola durante el período 2000-2018.
Dando continuidad al proyecto jesuita de hacer de la educación un instrumento de desarrollo integral, durante esos dieciocho años se hicieron enormes esfuerzos para hacer del Loyola un centro académico del nuevo siglo.
Sin duda, el momento culminante de esos empeños ocurrió en el año 2008, cuando el querido Loyola se convirtió en el “Instituto Especializado de Estudios Superiores Loyola”. Con esa nueva identidad este centro educativo otorga ahora grados en cuatro menciones, a saber, electricidad, agro-empresa, industria y redes.
Hoy, sesenta y siete años después de iniciarse la vida de esta institución, a la cual quiero y a la cual agradezco, me siento especialmente honrado de se me haya brindado la oportunidad de presentar este importante libro, escrito por el padre José Luis Sáez, el cual recoge la vida y peripecias de lo que él llama con mucha propiedad, una escuela modelo.
Por ese vínculo especial que me une al querido Loyola, pido su venia para resaltar algunos eventos que el autor del libro menciona en diferentes capítulos y en los apéndices.
En primer lugar, de las aulas de esta institución han egresado miles de profesionales que han hecho aportes tangibles al desarrollo de los sectores productivos nacionales.
No exagero al decir, en el campo propiamente agrícola, que, desde sus inicios, en la finca experimental del Loyola se tomó en serio la investigación agrícola.
Como muestra, tenemos los primeros híbridos y variedades mejoradas que surgieron de las investigaciones pioneras del profesor Andrés Vloebergh, labor que fue continuada por el profesor Pedro Comalat Rodes y otros científicos de esa escuela.
En esa misma dirección debemos destacar la gigantesca labor investigativa y docente de los profesores Eugenio de Jesús Marcano y Julio M. Cícero.
El padre Cícero deja un legado imperecedero con el Arboretum Loyola, creado el 4 de mayo de 1979, justo al lado de estas edificaciones.
Asimismo, de nuestras aulas han salido varios ministros de agricultura, así como destacados servidores públicos de ayer y de hoy.
Esos egresados del Politécnico Loyola han hecho aportes de mucha importancia a la sociedad dominicana en sus respectivas áreas de competencia, como también en el ámbito de la formación de una ciudadanía responsable y apegada a valores éticos y morales.
Señoras y señores:
Al tiempo de felicitar al padre José Luis Sáez por haber escrito este importante libro, quiero expresar mi deseo de que el mismo se convierta en un referente para las generaciones futuras, en particular en lo que respecta al aporte realizado por los padres jesuitas y el Instituto Loyola a la educación superior para el desarrollo integral de la sociedad dominicana.
No comments:
Post a Comment