Las zorras tienen madrigueras y las aves tienen nidos, pero nosotros los hombres no tenemos donde reclinar la cabeza.
A los animales la naturaleza los acoge, los guarda, porque son parte de ella. Pero parece que a nosotros, el mundo nos expulsa, parece que somos extranjeros en nuestra propia tierra, que hemos sido exiliados y vagamos por el mundo buscando regresar a casa. Caminamos, recorremos, siempre en movimiento y solo encontramos la quietud cuando estamos de vuelta. Por eso somos peregrinos y por eso al peregrinar quebramos la ilusión de pertenecer y de tener, de que le pertenecemos a un lugar, o de que un lugar nos pertenece.
Cuando la hoja está seca, se desprende del árbol y el viento la lleva lejos, la pasea, pero al final siempre cae y vuelve a la tierra, al origen, al hogar. En el origen también está la identidad. Cuando los velos de la identidad se desvanecen el trayecto significa y la agonía merece, el destino se aclara y se completa.
Pero todo esto no sucede a través del tiempo, sino en el único tiempo que existe. Y todo esto no sucede en distintos lugares, sino en el único lugar en el aquí y en el ahora. Por eso cuando caminamos aprendemos a estar. La quietud no se trata de no moverse, sino de que se mueva todo cuando se mueven los pies, de dar cada paso con el corazón consciente a donde quiera que se dé.
Cuando se camina se carga con la cruz de los recuerdos, pero solo hasta la muerte. No hay equipaje para la nueva vida, no se necesita mochila en la resurrección. Con la muerte muere el pecado, muere el ego y su vanidad, pero hay que cargar, hay que caminar. Más nunca cargamos solos, pues la soledad es igual que la mentira de la separación. De la aceptación del otro nace la fraternidad, pero no una aceptación que tolera, que coexiste, sino que conoce, ama, abraza, integra y une. De eso se trata la iglesia, de la comunión, del perdón y la reconciliación.
En la obediencia de los dos más importantes mandamientos se sacramenta la comunidad y así desaparece el sufrimiento, puesto que sufrimos juntos y cargamos juntos nuestra cruz comunal, no podemos comparar. La solidaridad se vuelve algo siempre constante, no existe la indiferencia, no existe la injusticia. El amor es la única realidad.
Así, cuando ya no hay más falsos espejos donde reflejar, ni más pantallas para proyectar, entonces podemos ubicar bien la presencia del mal, que no es geográfica ni biológica, no es material, ni externa, sino interior y personal. Allí es cuando florece la vocación, cuando el bien decide relacionarse con el mal a través del amor y la verdad.
Esta es mi experiencia del mochilazo jesuita. La viví como una meditación en movimiento, como una contemplación en la acción, como un empobrecimiento que me liberó. Fui testigo de mi propio caminar, me desprendí y encarne por unos segundos la humildad. Me dejé abrazar y querer por la comunidad, valoré la inocencia y disfruté cada manjar. Dicen que si no puedes llevar a Mohammed a la montaña, lleves la montaña a él. Yo no sé quien vino a quien, pero estuve en la montaña y la montaña sigue en mí. Si la montaña te llama, tienes que ir.
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