En el capítulo anterior dijimos que la expulsión de los misioneros jesuitas de las provincias del noroeste fue un acontecimiento con profundas repercusiones en la historia de la región. La expulsión de estos religiosos del imperio español fue una de las reformas borbónicas, y la primera que afectó al noroeste. La Compañía de Jesús había provocado la animadversión y desconfianza del rey Carlos III tanto en España como en diversas colonias del imperio. Esta orden era en extremo poderosa por las propiedades acumuladas y por la influencia política que había alcanzado. Los jesuitas fueron los educadores de las elites del imperio español y sus alumnos les guardaban respeto y admiración. Además, el rey recelaba de la fidelidad de los jesuitas porque no aceptaban la política de imponer la voluntad del rey sobre la Iglesia, aun por encima de la autoridad del papa.
Los monarcas de Portugal y de Francia también tuvieron conflictos con la Compañía de Jesús, que resolvieron expulsando a los religiosos y confiscando sus bienes. Carlos III optó por la misma vía y, el 27 de febrero de 1767, firmó la orden de expulsión de los jesuitas de todos los dominios de España y la confiscación de sus propiedades. En México y en otras ciudades de la Nueva España la orden se cumplió entre el 25 y el 28 de junio del mismo año, pero en las provincias remotas se realizó más tarde, a mediados de julio en el noroeste: 52 misioneros fueron concentrados en Guaymas y 10 meses más tarde deportados por mar a San Blas, salieron por Veracruz hacia el destierro en diversos países europeos.
La expulsión de los misioneros fue súbita y violenta en las provincias de Sinaloa, Ostimuri y Sonora, lo que provocó efectos inmediatos en las comunidades indígenas. Los jesuitas daban coherencia y unidad al sistema de misiones que, con una administración centralizada, presentaba un solo frente a los colonos que buscaban su desaparición. La salida de los misioneros desarticuló la organización de los pueblos indígenas y los redujo a comunidades aisladas y vulnerables al asedio de los colonos. Desapareció también la disciplina misional que normaba la vida interna de las comunidades y, aunque esta supresión gustó a muchos indios, la falta de dirección provocó la pérdida de los bienes de comunidad.
Se había previsto secularizar las misiones luego de la expulsión de los jesuitas, pero el obispo de Durango, a cuya diócesis pertenecía la gobernación de Sinaloa y Sonora, sólo tuvo suficientes clérigos para atender las 14 misiones de Sinaloa y Ostimuri. Para administrar las 25 misiones de la provincia de Sonora hubo que llamar a los frailes franciscanos, pero ni los clérigos ni los religiosos recibieron autorización para intervenir en la vida económica y política de las comunidades, como lo habían hecho los jesuitas.
Sobre estas comunidades desarticuladas y en su mayor parte carentes de dirección incidieron otras disposiciones del gobierno colonial que resultaron muy perjudiciales para los indios. El 23 de junio de 1769, el visitador general José de Gálvez ordenó que las tierras de las misiones, que eran propiedad colectiva de cada comunidad, se fraccionaran en parcelas y se repartieran en propiedad privada. Los primeros adjudicatarios serían los indios, pero también los españoles y mestizos podrían recibir tierras si deseaban quedarse a vivir en los pueblos de indios. El intendente Pedro Corbalán (1770-1778) aplicó la disposición de Gálvez, con cierto éxito en la provincia de Sonora, pero con fuerte resistencia de los indios cahitas de Ostimuri y Sinaloa. El comandante Pedro de Nava, con objeto de obligar a los indios a que aceptaran la propiedad privada, en 1794 declaró abolida la propiedad comunitaria de la tierra y el agua; es decir, las comunidades indígenas quedaron desprovistas del título legal que amparaba la propiedad de sus tierras y aguas; si no aceptaban la propiedad privada las tierras pasaban a ser realengas, o sea propiedad del rey, y podían ser entregadas a quien las solicitase.
Los cambios que trataban de imponer las autoridades coloniales en las comunidades indígenas fueron graves y de profundas consecuencias. La introducción de españoles mestizos y mulatos en las comunidades tendía a promover la aculturación de los indios, es decir, a debilitar la identidad cultural de las comunidades. En la tradición de los indígenas la tierra y el agua no eran patrimonio individual y menos aun mercancías susceptibles de compraventa. Por otra parte, faltaba saber si los indios podrían conservar la tierra y el agua, aunque les expidieran un título de propiedad privada. Lo previsible era que, desprovistos del apoyo de su comunidad, fueran obligados por los colonos a vender su tierra o que por fraude o violencia fueran despojados, y que así la tierra y el agua pasaran a manos de blancos y mestizos. Así, en este periodo (1767-1821) comenzó la destrucción de las comunidades indígenas, la pérdida de la propiedad de la tierra y del agua, la pérdida incluso de la cultura propia. Desprovistos de su comunidad, de su tierra y de su cultura, los indígenas no tuvieron otra alternativa que alquilarse como peones al servicio de los colonos. Éste es el profundo cambio social que se inició a raíz de la expulsión de los misioneros jesuitas.
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